MOISÉS CON ESTULTICIA

La escalera es tan empinada que parece que quiere que al subir te falte el resuello y mires hacia arriba buscando aire y entonces puedas contemplas como de la nada surge la belleza. Los peldaños desgastados avisan de que no eres el primero en subir, ni serás el último y la barandilla manoseada y de higiene distraída te hace olvidar la edad del documento de identidad y lo escrupuloso que seas. Llegado el momento te aferras a ella.  «Con una buena baranda, cualquier camino se anda», dice el refrán.

La primera vez que subí esas escaleras cubiertas por una bóveda el sonido de fondo eran las risas de mi hija mayor haciendo una carrera con su padre para ver quien llegaba antes a la cima de la montaña escalonada. La segunda vez que subí esas escaleras, me fijé que los candados también habían llegado allí, y que esa materialización del amor, repetida y sin originalidad, también estaba copando algo más que puentes. Horrible. El sonido de fondo era el mismo: risas, sólo que esta vez las risas eran de mi hija pequeña haciendo una carrera con su padre para ver quien conseguía llegar primero y ondear la bandera de la victoria.

La plaza siempre me parece pequeña y a la vez grande, pero lo que más me entusiasma que esté tan recóndita, siempre y cuando se suba por esas escaleras. Piazza de San Pietro in Vincoli, donde reside la iglesia del mismo nombre, aquella que se construyó por darle cobijo a una reliquia, la cadena que ató a San Pedro prisionero en Jerusalén. Construida entre el siglo V y el VII hay que hacer un ejercicio de concienciación para aceptar la historia tan remota y tan bella por la que se va paseando.  Y, a título personal, agradezco que la Iglesia no me haga creer en tantas reliquias como dogma de fe, porque hay demasiadas como para que pueda creerlas.

Esta iglesia paciente y eterna aún no tenía abiertas sus puertas y la gente se agolpaba esperando. Hacía calor. En su atrio, varios colegios, dos excursiones y ácratas turistas que como mi familia y yo, no estábamos dispuestos a dejar pasar la oportunidad de ver el otro tesoro que guarda San Pietro in Vincoli. A mitad del siglo XVI llegó su visitante más especial. El Moisés que cinceló Miguel Ángel y que forma parte de uno de los conjuntos escultóricos más bellos que pueden verse…aunque haya que rascarse el bolsillo para que se ilumine. No sé el tiempo que estuvimos allí, fue mucho. Las monedas de los turistas potentados iban cayendo y seguíamos perplejos en los detalles.

Al bajar por la misma escalera, eché de menos el grupo de gatos de la otra vez. Coquetos y descarados salían al encuentro sin ningún tipo de miedo, sin prudencia. Eran preciosos y maullantes, gatos romanos manifestando su derecho de autodeterminación felina. Esta vez no estaban. No quiero ni pensar que fueran desalojados de sus aposentos, porque lo cierto es que este año vi muchos menos gatos que la anterior vez.

Buscando un lugar donde reponer fuerzas tropezamos con una pequeña iglesia de las miles que hay en Roma, era la iglesia de Santa Maria ai Monti. Está prácticamente al lado y aunque es pequeña tiene mucho que observar. Es del siglo XVI, moderna para lo que al final nos acostumbramos a ver, pero me senté a observar su techo lleno de pinturas de colores desgastados.

Al bajar la vista me encontré con una mujer  que se cambiaba de zapatos en uno de los bancos, vestía un modelo mínimo, de poca calidad, con los hombros al aire y se estaba calzando unos zapatos de tacón imposibles. El maquillaje me dejó sin palabras. Sin reponerme del susto apareció otra de melena extensionada y oxigenada que vestida -poco- de encaje sintético  realizaba la misma maniobra de subirse en aquellos andamios de plástico. Incluso llegó una tercera de similares características a realizar la misma operación de cambio de calzado, hasta sin querer pude adivinar un tanga de leopardo. Por  las filas de atrás entraban de manera rápida y directa a unos salones parroquiales, al menos parecían eso. A los pocos segundos, varios hombres perpetrando un atuendo de  camisa de manga corta y corbata de dudoso gusto desaparecían por el mismo lugar, portaban cajas llenas de «champange» o alguna bebida con burbujas.

Me resultaba extrañísimo que les dejaran entrar así vestidas a una iglesia en Roma pues allí suelen cuidar que nadie entre en tirantes o con ropa muy corta, de ahí que yo viaje siempre con pashminas, o «trapos» dicho de manera familiar. También era cierto que entraban directamente a unos salones fuera del templo. Aquello era cada vez más raro.

Cuando salíamos por la puerta llegaba corriendo (ya con los tacones imposibles puestos) la cuarta mujer, sonreía y aguantaba la puerta y mientras yo salía dirigí la mirada hacia donde ella hacía gestitos de felicidad y entonces vi la pareja de novios que avanzaba, cogidos del brazo, por la calle. Ella llevaba un vestido sintético como de princesa, brillaba bajo el sol, con un corpiño imposible, de color turquesa. Él avanzaba como dispuesto a sacar un revólver de su costado, ni siquiera llevaba chaqueta. Me aparté en la escalera y puede comprobar que el sujetador le asomaba a media espalda y que las flores del ramo eran naturales, unas rosas rojas muy bonitas.

Mi primer pensamiento fue que todo aquellos era un horror y muy triste. Parecían del Este y no serían más de siete invitados, más los novios y el oficiante llegaban a una decena, quizás no tenían más parientes cerca o no pudieron volar hasta allí. Tenía pinta de que eran ortodoxos y les habían facilitado un sitio donde casarse, quizá no haya muchas iglesias ortodoxas en Roma. Incluso, pensando mal, parecía que habían salido todos de un club con lucecitas hacía pocas horas.

Allí estaba yo, con mi insolente superioridad pensando en lo que había visto en tan poco espacio de tiempo y comparando la belleza del Moisés con aquella esperpéntica boda. Haciendo paralelismos mentales, de repente me sentí más estúpida que de costumbre. Esa pareja estaba celebrando que se querían con los que eran su familia en ese momento, seguro que llevaban lo más lujoso que podían permitirse y estaban siendo felices como cualquiera en ese momento, no hace falta a Rosa Clará ni el Hilton, sólo lo que ellos tenían.

Así que me recriminé mi idiotez y busqué a toda prisa un plato de pasta donde reconfortarme de mi estulticia y, entre hidratos, volví a mi idiosincrasia y me reafirmé que habría sido una bajada de azúcar, porque yo siempre tuve claro que lo que importaba era el amor…

 

 

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