El otro día alguien me recriminaba: «No sabes aceptar un elogio». Yo me disculpé, sonreí e hice una broma. Es lo que suelo hacer cuando no tengo muy claro que me están diciendo, me parece que me están regañando o, sobre todo, cuando quiero pasar rápido a otro tema. Esta vez conseguí que el comentario quedara bloqueado, hubo cambio de tercio, y yo pretendí olvidarlo lo más rápido posible. Esto último es una tarea inútil. Entro en una esquizofrenia a lo John Nash donde la situación se me repite como si fueran alucinaciones.
Las cosas que me hacen sentir violenta y las meteduras de pata son lo que más me esfuerzo en evitar recordar y sin embargo, pese a mi mala memoria, es lo que más tengo en la recámara, justo a punto de avinagrarme cualquier pacífico día. Así debe ser temerle a un cólico nefrítico el día de la boda. En el colmo de las desdichas también recuerdo las meteduras de pata ajenas que se han dado en mi presencia. Hay mortificaciones constantes al alcance de mi mano.
Pasó el día y aún la recriminación, de corte agradable y nunca hiriente, seguía dando vueltas por mi cabeza. Al menos esta vez no era de las veces en las que, después de horas, seguía clamando en mi interior para que la tierra me diera cobijo, no había sido una metedura de pata. «No sabes aceptar un elogio». Supongo que no es algo bueno. Al menos creo que me lo decían como algo que debería de cambiar.
Después de mucho pensar, creo que tenían razón, que es cierto. Yo no me siento cómoda si dicen algo bueno de mí, me apresuro a desmentirlo o a empequeñecer eso que me dicen restándole toda la importancia -si es que la tiene-. Me resulta increíble que alguien se pare a decirme algo bueno y no es falsa modestia, de verdad. Me siento violenta cuando alguien está comentando que hago algo bien y rozo la idiotez si el comentario es sobre mi aspecto físico, si esto sucede lanzo un «y tú más» como la onda vital de Goku, a ver si actúa como tabla de salvación y tuviera la suerte de que la otra -la halagante- persona se centre en ella y cambie el foco de atención.
Creo que es porque siempre he querido pasar desapercibida, y lo cierto es no sé que hacer, ojalá supiera que manda el código de las buenas maneras y pudiera aplicarlo. En todo en esta vida, una cosa es la teoría y otra la práctica.
Lo más parecido a ese momento-halago es cuando me cantaban cumpleaños feliz, no recuerdo mayor drama anual. Esa sensación de sentirte observada física o tangencialmente me deja incómoda y sin reacción. Me veo desde fuera con cara de boba, sonriendo y balbuceando excusas y agradecimientos. Deprimente.
Cuando tenía siete u ocho años empecé a destacar en las redacciones de clase, los resúmenes de libros y todo lo que fuera desarrollar un texto. Sacaba de las mejores notas de la clase, la profesora me lo reconocía y esto me resultaba violento. Si hubiera tenido más valor le hubiera dicho que no lo dijera, que yo había ido a participar y pasar el día. Como era cobarde y respetuosa, en los siguientes deberes puse faltas de ortografía y dejé las subordinadas. Fue entonces cuando mi profesora llamó a mi madre. Entonces me sentí más tonta todavía. Creo que fue mi primer doblete de mi vida en desear ser un avestruz.
Tampoco soy capaz de decir algo bueno de mí. Cuando llegas a una entrevista de trabajo y el de turno, con un manual de la Señorita Pepis, te pregunta: «¿Cuál es tu mayor virtud?» yo siento sudores fríos y sólo tengo ganas de levantarme directamente, estrecharle la mano y decirle que gracias, que ya si eso nos llamamos. No es falsa humildad ni ‘postureo’, es que me parece un reto imposible, como comer cucarachas o tocar una melodía con el arpa. Amén de que reivindicarse uno mismo, aunque sea sin pretensión, me parece desvalorizar lo bueno que se tiene. A mi esto de decir lo estupendo que se es me resulta como de mala de educación, algo que linda con la soberbia y el egocentrismo. Pero seguro que no es así.
Yo no encuentro el lado positivo ni el momento para sentirme cómoda hablando de mis presuntas buenas cualidades. Salvo alguna vez sobre algún plato de comida, creo que nunca me he echado flores (si es que me las he merecido, que ahí puede estar la cuestión). Verbalizar un defecto propio me parece fácil y hasta sano, pero una virtud me bloquea. Admiro a los que son capaces.
Así que si un día me decís algo bueno, primero espero merecerlo, y después preparaos para ver un espectáculo dantesco. No os toméis a mal mi reacción, me sale natural, lo siento, no doy para más. Como lo he considerado un defecto lo digo así…sin problemas, con libertad: No sé aceptar un elogio.