No hay Navidad que no salga un álbum de fotos o una caja de lata en casa de mi abuela. Es un clásico que no falta, como hacer un puzzle de chorrocientasmil piezas entre todos, el «Adeste Fideles» o el pudding de pan. Es básico volver a comentar los peinados cardadísimos de los sesenta, el impecable vestido y tocado de mi abuela en la boda de mi tío Carlos (allá por los años cuarenta) y reír tontamente porque nadie sabe quien es tal o cual pariente hasta que la matriarca, que bordea los cien, nos saca de nuestro error y nos dice que estamos tontos. A mí las fotos que más me gustan son las de mi abuela cuando era pequeña, sus actuaciones en el colegio de señoritas en el que estaba, o las de las comidas de mesa infinita. Son clásicos y no hay que perderlos. No es por nostalgia es por mantener la tradición.
Aparte están mis fotos de pequeña, tengo muchísimas porque yo iba para diva o princesa del hogar. Yo no sé los carretes que pudo gastar mi madre en mí. Incluso hay sobres a parte con cientos de fotos de «fotomatón» a los que era adicta. No sé si me gustaba más posar para la foto, subir la altura del banquito dándole vueltas o que el revelado fuera instantáneo. Empecé a hacérmelas en blanco y negro y conseguí superar la adicción cuando ya se hacían las fotos en color, que los fotomatones llevaban un poco de retardo en esto de la foto de carnet.
Mis hijas ven los álbumes entre carcajadas, buscan parecidos, se preguntan por la moda y creo en el fondo envidian mi álbum de cromos de la Abeja Maya que sale en varias fotos. Lo peor son las preguntas que llevan añadidas, he podido contar mil veces cuando me caí dentro de una fuente al beber agua y casi me ahogo -así de pava era-, el día que me corté el pelo más corto que un niño o me hacen rebuscar entre los recuerdos cada uno de los viajes que pasaron por la pequeña cámara de mi madre.
Inciso. Que yo era pava es verdad, que ni siquiera hay muchas anécdotas de maldades mías también, pero en lo de ahogarme tengo disculpa. Las fuentes del Parque María Cristina de Algeciras eran redondas, como un barreño o un lebrillo de piedra. Estaban puestas como en unas medias columnas y resultaban altas para los niños muy pequeños. Dentro había un fondo de piedras y desde ahí salía el chorro de agua, fresquita y limpia (lo de limpia es una suposición, pero me aferro a ella desde mi mentalidad escrupulosa). Era todo muy artístico. Creo que yo tendría tres años y me impulsé con el borde para dejar los pies al aire y al bajar la cabeza para beber me desnivelé. Eso era cabeza. La gravedad decidió y yo me di en la frente con una de las piedras del fondo y, aunque no fue grave, me dejó lo aturdida lo suficiente como para no reaccionar mientras la nariz y la boca se me llenaban de agua. Me ahogaba. Me salvó mi madre, claro, al ver que pataleaba en el aire y no volvía a ponerme de pie.
Luego llegan a sus manos los álbumes de la boda y el viaje de novios. Todo el tiempo recalcan lo jóvenes que éramos, lo guapos que estábamos y yo no quiero darme por aludida, pero creo que nos están comprando con el día de hoy con cierta decepción en el ambiente. Yo por si acaso disimulo y vuelvo a contar que el viaje fue muy divertido y pasamos mucho frío y ellas preguntan si es verdad que quité a un niño que había al lado de Mickey para hacerme yo la foto con mi adorado ratón. Esto no es más que es una leyenda familiar, todo el mundo sabe que el niño se quedó un poco parado y yo le ayudé a volver con su mamá…
Cuando llega el turno de los suyos ya es diferente. Son ellas las que se intentan acordar. Aunque todavía hay un álbum de fotografías analógicas, la mayoría han pasado por el filtro de la cámara digital y, aunque no suele haber retoques, al menos no se han imprimido las que antes había que romper para no pasar a la posteridad con cara de boba, un pose imposible o «movida».
Ahora es difícil que alguien encuentre una foto tuya en la que salgas muy mal, salvo que sea de grupo y alguien te traicione. Porque es traición, mucho más grave que la de Brutus. Este tipo de actos realizados por parte de terceras personas deberían de estar penados por la ley: «Quien subiere, publicare, revelare o compartiere fotos de un tercero que denigre, afecte, afee a una o varias personas debe cumplir una pena eterna y compensar económicamente a los afectados». Sugiero, por ejemplo.
Todo esto me surge a raíz de la portada de El Mundo hoy con una foto doméstica de Teresa con su perro, ella enferma con ébola y el perro en el punto de mira. La foto es de aquellas que antes se rompían en cuanto la recogías de la «casa de fotos» y casi de las que provocaban que hicieras trocitos con los negativos, sin embargo está ahí. No sé si la filtró un familiar, el marido, o si -como dicen- la han cogido de su perfil de Facebook (¿Quién sube esa foto de sí misma?), sea quien sea supongo que tenga consecuencias legales cuando no algo más grave. De verdad que no es para menos. Yo no voy a poner la foto porque me parece que al no añadirla le hago un favor a esta mujer (que espero que se cure y se reponga lo más pronto posible).
Reconozco que tampoco lo hago por si acaso ve la luz algún día mi ley y al final pase como con las fotos de Jennifer Lawrence….
… esas maravillosas fotos que algunas he tenido la suerte de ver