LA PLAZA

La Plaza de Abastos de Algeciras -lugar donde me crié y de donde me reconozco- se llama «Mercado Ingeniero Torroja», pero yo siempre creí que no tenía nombre, que era la plaza y ya está. «Tía Chacho ha ido a la plaza», «vente conmigo a la plaza», «date prisa que ya mismo empiezan a desmontar los puestos de la plaza». Nadie usó otro nombre, era complicado que lo supiera. Había dos mercados más «la plaza del pescado» en «la cuesta del pescado» donde sólo se vendía…sí…pescado. Y el Mercado de la Victoria, que ya estaba considerado moderno, en la parte «nueva» de la ciudad, creo que no he ido nunca.

Mi recuerdo es de días de verano, muy niña o de sábados por la mañana. Nunca sola.

La plaza tenía, tiene, muchas entradas así que si quedabas con alguien tenías que especificar muy bien porque era imposible encontrarse, y no había móviles. Además a su alrededor y en dos filas con un ancho pasillo en medio, se montaban puestos de verduras. A veces se hacían tapones de gente y desde mi altura la claustrofobia estaba asegurada. Yo le daba la mano muy fuerte a mi madre temerosa de que la corriente humana me arrastrase al montón de hojas de lechugas y de coliflor que amontonaban de deshecho.

También fuera se ponía un señor que vendía sombreros y gorras. Justo a su lado se solía poner un hombre con unos perritos de juguete que hacían ruido o andaban solos. Y el de los pollitos de colores. Había un señor muy mayor que vendía sillas de enea y canastos, allí la gente compraba los cestos para hacer los «moisés» de los niños que iban a nacer; a mí me daba cierto reparo saber que los bebés iban en cestos como las naranjas.

Había dos casetillas de chapa minúsculas, pintadas de verde pino, la casetilla de «Juan hace llaves», que hacía un ruido insoportable y la que más mee gustaba que era la  del señor que cambiaba las pilas y las correas de los relojes, se ponía un monóculo y tenía a la vista no más de veinte correas a elegir. O esas o nada. Pero me gustaba verlas huérfanas de esfera. Eran prótesis esperando. A veces se ponía el afilador y cuando le llevábamos algún cuchillo o tijera siempre nos decía lo mismo «vaya chapú le hicieron, a saber a quién le daría el cuchillo» y ya acompañara a mi abuela, a mi madre o alguna de mis tías siempre la misma respuesta: «a usted, a quién va ser». Y empezaba una discusión entre risas y con respeto. Porque en la plaza se hablaba de usted.

También estaban  las dos churrerías se hacían la competencia sin estruendo pero para mí era una disputa casi de derbi local, yo siempre fui de «Churros Paco», aunque el señor que los vendía se llamaba Carlos. Embarazada tuve antojo de churros Paco y no sé lo que pude llegar a comerme…

Fuera había «ilegales» que vendían chaquetes en cubos y melvas y caballas. Estaban con un ojo en la mercancía y la venta, y con el otro vigilando que no aparecieran los policías locales. También a finales de agosto se ponía el hombre de los higos chumbos, que los pelaba sin pincharse y te decía que los cogieras para ir metiéndolos en la bolsa. Nada me gustaba más que ver como al abrirlo, tan rápido, en vez del esperado fruto verde, era de color naranja o rojo.

El olor de la plaza por dentro era diferente. El olor y el sonido. La mercancía se pregonaba, había risas, conversaciones de puesto a puesto. Era (es) el pulso vivo de una ciudad.

Yo siempre entraba por el mismo sitio, la primera parada era la charcutería de «Rodera». Tenía mostradores muy altos y casi no se le veía. Había un hueco entre la vitrina de los quesos, una a cada lado porque el puesto hacía esquina. Era el mejor sitio del mundo. Cuando yo era pequeña ni de puntillas llegaba a darle el dinero así que me iba al hueco por el que entraban y salían. Mucho más tarde me puse delante de ese mostrador y me pareció increíble que yo fuera tan pequeña.

Cuando había que ir por pescado odiaba llevar sandalias porque siempre había agua en el suelo de los salpicones de hielo o del grifo donde lo enjuagaban y me daba asquito. Me gustaba un pescadero que pregonaba: «come bien, come gloria», ese hombre es imprescindible en el recuerdo de mi infancia y no sé ni como se llama. Me asustaban un poco las cabezas de los atunes y me resultaba divertido ver como se resbalaban los lenguados. El sonido de las almejas cayendo en el peso de metal me parecía como música, y magia cuando lo volcaban en la bolsa y no se les caía ni una. Todos los puestos tenían un calendario de la Virgen del Carmen pegado, a veces con esparadrapo, en el alicatado blanco.

La carne era menos divertida, pero a finales de junio siempre el mismo cartel cogido con pinzas: «Hay carne de lidia». La gente hacía colas para comprar la carne de toro que habían toreado la tarde antes, durante la Feria. Supongo que eso se habrá perdido. O no. Lo que me impresionaban eran las hachas, los cuchillos enormes y la habilidad con la que troceaban y fileteaban. Hay un cuchillo que tiene como una panza enorme que todavía me impresiona. Mi abuela le compraba el pollo «al niño de los ojos bonitos».

Luego estaban mis dos puestos favoritos. El de las especies, que olía a lujo, a una sempiterna mezcla de canela y hierbabuena. El vendedor era un hombre no tenía puesto de verdad, era como una tabla y se ponía en una esquinita, tendría mil años aproximadamente y me daba caramelos de limón que yo agradecía y jamás me comí, pobre hombre… El otro puesto al que siempre quería ir era al de los huevos. La habilidad con la que hacía el cucurucho con un papel de estraza y la destreza con la que cogía los huevos de cuatro en cuatro era algo sorprendente. Y eso que era una señora muy mayor, yo le calculaba unos cien años.

Todos los vendedores apuntaban la cuenta en un trozo de papel que luego te echaban a la bolsa. Después llegó la modernidad y los pesos tenían luces de neón, peso exacto y escupía un sabihondo papel que detallaba cantidad, precio y hasta lo que llevabas. Se perdió mucha poesía, como cuando se dejó de apuntar la cuenta de los bares a tiza en el mostrador.

En la plaza también había dos bares, de los que yo denomino de hombres. No porque hubiera puterío, que a mí a esas edades se me escaparía (no mucho) sino porque toda su clientela era de señores que hablaban fuerte y se reían contundente. El vino se bebía en vaso finito y largo. A mí me daban un poco de miedo y mucha vergüenza. Estaba deseando pasar rápido por allí. Me imponían. Ahora todos los veranos veo al chef José Andrés tomando unas sardinas recién compradas en el puesto de enfrente.

El último círculo concéntrico estaba lleno de puestos de flores. Cubos con colores y olores de verdad. En mi pueblo había una costumbre de comprar flores los viernes. No sé de donde viene la tradición y si alguien a estas alturas lo sabrá, pero todos  los viernes a los carros de la compra le nacían flores. Las familias más humildes llevaban clavellinas y las más pudientes sofisticados ramos. Nosotros íbamos a veces a comprar unos botes de líquidos extraño -«esto no se toca»- para las plantas de mi abuela.

La plaza la limpiaban por la tarde porque a las dos del medio día ya estaba todo recogido. No abrían por la tarde. Se quedaba muerta y aparecía «mala gente». Sólo una tarde-noche abrían, la de los «Tosantos», el 31 de octubre, mucho antes de que existiera un Halloween patrio. Ese día los puestos sólo vendían boniatos, calabazas, frutos secos, castañas, fruta escarchada, cañas de azúcar, cocos, y alguna que otra gominola. Se llenaba de gente, y entre la multitud parabas en los puestos a llevarte unos pocos de poquitos. Me encantaba. Los años que llovía y no lo podían poner era un fracaso en mi agenda infantil. La niña gordita que fui disfrutaba entre aquellas luces como de linterna que colgaba de los puestos. Era ( y es) un día especial.

Mucho más tarde me enteré de la calidad arquitectónica. También fue en ese momento cuando descubrí que no todas las plazas de abastos eran circulares (en realidad esta es octogonal) y que el ingeniero que la construyó era tan famoso y le gustó tanto cómo le había quedado su obra que repitió elementos arquitectónicos en el Hipódromo de la Zarzuela de Madrid.

Ayer mismo leí que desde que se construyó en 1935 hasta treinta años después, el furor de los sesenta, que fue cuando se construyó el Astrodome de Houston, era el edificio con la cúpula más grande de la historia. No sé si mis paisanos sabrán este dato, presumiríamos más.

Ahora vivo en un pueblo sin mercado. Me resulta triste y hasta cierto punto desconcertante. Es verdad que hay algunas tiendas, grandes hipermercados, supermercados de todas las marcas, tiendas gourmet, pero no hay mercado y es como si al pueblo le faltara un trozo de alma. Para resarcirme, en cuanto vuelvo a Algeciras, lo primero que hago, es bajar a la plaza.

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