RUTINA DE COLUMNAS

Cuando leo a columnistas de ayer y hoy -como las fantasías animadas- me encuentro con un denominador común a través de sus textos: les pasan cosas y las saben contar. Ahí está todo.

En mi rutina de columnas leo todo lo que puedo, a los buenos articulistas con reverencia de alumna aplicada, a los menos buenos con interés y los que considero mediocres con ojo crítico, pero constructivo. Cuanto más grandes son los autores, mejor hilan esas vivencias con otras de la actualidad o de su propio ser de escritor. Eso es así, un todo. De un tiempo a esta parte, además, no pueden faltar referencias a grandes películas o series. Ahí está «el mojo», esa es la base de la mayoría de sus escritos, han vivido momentos más o menos antológicos y además los relatan de manera extraordinaria.

Estoy convencida de que las anécdotas para que se califiquen así y no sean simples «cosas que pasan», tienen que tener una base de realidad y otra de saber contarla. Simplificando al máximo, un buen columnista es como ese tipo que saber contar chistes. Existe un ángel, un arte, una especie de don divino que aúna el ser imán para las circunstancias extraordinarias (o ver en lo ordinario la excepcionalidad) y saber darle el brillo adecuado para que sean aplaudidas.

Tampoco creo que haya columnistas de mi gusto que sean abstemios. Igual sí, pero gracias a Dios, lo desconozco. No sé si podría soportarlo.

De entre las últimas columnas que me hayan gustado que pueda acordarme, a vuela pluma, está Tallón ayer y su compañero de piso cagando, Gistau en el baloncesto de la NBA cuando adolescente o sufriendo una avería de su lavadora, Umbral desde el verano, Jabois siguiendo la línea de prensa en Brasil, Pérez Reverte con sus perros o Alvite saliendo de un bar, entre metáforas, arreciando la lluvia. Maravillosas todas ellas y con frases realmente buenas, de aplauso en pie.

Cuando trabajaba para Alvite lo que más me preguntaban era: ¿Pero eso que cuenta le ha pasado de verdad? La pregunta era en voz baja, en un aparte, confundiendo mi labor con la de confesora de cabecera o de santo Tomás de columnas publicadas. La mayoría asumía que todos sus artículos tenían que formar parte del imaginario, como el Savoy o el Manicomio de Restande.  Nadie creía que esa vida nocturna y dispersa -vamos a llamarle dispersa- pudiera ser contada con tal sinceridad y contundencia, por fuerza tenía que ser literatura. Como respuesta yo sonreía. Dijera lo que diera nadie me iba a creer. (Inciso: ponte bueno ya Jefe)

Entre las cosas que no le pasan a la gente que se amontona en la parada del bus y las trivialidades que sufrimos los mortales a diario, estos señores columnistas hacen un artículo lleno de sensaciones. Yo sigo preguntándome si será cuestión de «irse a Madrid» o de viajar, si hay que ser muy crápula o sólo es cuestión de observar mucho. Pero mientras tanto, y desde mi castillo, sigo aprendiendo, disfrutando y leyendo cada momento que tengo libre. Sobre todo, confieso, me gusta encontrar la frase, la que redondea o la que destila poesía sin ser cursi. Es un placer como tantos otros.

Ya va siendo hora de buscar alguna columna y un buen café. Buenos días.

 

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