Cuando Sara empezó a trabajar en aquella cafetería de la zonas de oficinas pensó que todo sería fácil y sencillo. Un horario cómodo que le permitía ir a clase por la tarde y la clientela se le suponía educada y poco aficionada a los follones. Le temía a las broncas, por eso prefería echar horas en una cafetería antes que un pub.
Lo de ir a clase era a largo plazo, todavía no se había matriculado y no sabía si tendría ganas. Antes de hacer un gasto que la dejaría con las tarjetas del banco pidiendo auxilio, tendría que comprobar como era el trabajo.
El primer día llegó nerviosa. Vestida de negro, como le habían solicitado, y con el pelo recogido. Intentaba aprender como funcionaban las máquinas y sonreía con soltura, como si hubiera nacido debajo de una máquina de café último modelo. Demasiados botones, la palanca no encajaba como debía. Tensión. Empezaba a pensar que no había valorado lo suficiente a todo aquel que a lo largo de su vida le había puesto el desayuno en un bar.
Se enfrentó a la tarea como si de seis morlacos se tratara. Dieron las siete, respiró hondo, se acomodó los pantalones, se ajustó un delantal verde pistacho con el que se completaba su uniforme y vio como se abría la persiana del local. Puede que incluso levantara el mentón y se pusiera levemente de puntillas. Torera.
La mañana fue nefasta, agotadora. Había doscientas maneras de pedir un café y otras tantas para el acompañamiento. Las combinaciones a la hora de pedir una tostada eran infinitas. En un acto de piedad cuando las lágrimas le nublaban los ojos, y se sentía nerviosa, desdichada y frenética, sus compañeros le relegaron a servir las mesas. Fue todo mejor, al menos no gripaba la cafetera, ni las naranjas se quedaban atascadas, ni se quemaba intentando sacar un croissant de la tostadora. Incluso no manchó a nadie. Casi no se armó un lío con los números de las mesas.
A las doce del medio día, cuando acababa su media jornada, mientras se deshacía el lazo del delantal, sólo podía pensar dos cosas: una, que cuando ya no llevaba lazos había aprendido a hacerlos y a quitárselos sin recurrir a nadie, y la segunda …que le iban a despedir. Se quedó esperando, sin saber si tenía que llevárselo a casa a lavar, si le dirían que lo dejara ahí para siempre o si debía salir resuelta y decir «hasta mañana» como si nada hubiera pasado.
Por suerte le rescataron a tiempo y la tranquilizaron diciéndole que todo había ido bien, que no se preocupara, «poco a poco». Sara entonces musitó una despedida y se fue corriendo a dar la esquina para llorar a placer. Había superado exámenes dificilísimos, situaciones tensas en su vida, enfermedades de seres queridos y hasta su partida definitiva, cómo era posible que se dejara amilanar por poner unos cafés…
El día siguiente fue más de lo mismo y al otro consiguió salir del local sin una quemadura. Algunos clientes empezaban a removerse incómodos en la silla, pero hasta la fecha ninguno se había quejado. Por suerte.
En un acto de locura se matriculó otra vez en la Universidad, cuando la despidieran -en breve- tendría ocupado el tiempo en una segunda licenciatura.
Al poco tiempo se fijó en uno de los habituales. No le hacía bromas, ni siquiera le llamaba por su nombre. Ella lo llamaba íntimamente «el hombre tranquilo». No debía ser muy mayor pero tenía la paciencia de un anciano. Jamás levantaba la voz, siempre desayunaba solo y no les metía prisa porque sólo tenía unos minutos para desayunar como hacían los demás. Intentaba ir cuando no había demasiada acumulación de clientes y siempre se sentaba en la misma mesa, o lo procuraba. Manía o rutina, no lograba adivinarlo.
Cuando consiguió hacerse con todas las máquinas y hasta le dieron las llaves para abrir, él seguía allí. Inamovible, impertérrito. Meses sin más conversación que la «comanda», la cuenta y los saludos de rigor. Lo veía entrar y se ponía nerviosa. En un mar de trajes de chaqueta ella se había aprendido su rutina de corbatas, y si se la saltaba le entraban ganas de preguntar qué había pasado con la del jueves para llevar la del martes, sin previo aviso. Pero se callaba.
Él, como ella, trabajaba los sábados, lo que le hacía pensar que igual pertenecía al departamento de administración de alguna tienda de centro comercial. Tampoco sabía si iba a desayunar los domingos, ese era el día que ella libraba. Siendo de ideas tan fijas seguro que iba allí también. Se le cruzó una idea por su cabeza y la atrapó con picardía. Ese hombre le había llamado la atención más que ningún otro en mucho tiempo y no iba a dejar pasar la oportunidad.
El domingo amaneció con sol y con resaca. La noche anterior se les fue de las manos celebrando el final del cuatrimestre y ahora lo veía todo demasiado turbio. Estuvo tentada de apagar el despertador, dar la vuelta y seguir durmiendo. Se acordó que lo había puesto para ir a desayunar al bar y luego estudiar, si se daban mal las cosas. Lo volvió a pensar y se decidió. Merecía la pena.
Llegó cuando él ya estaba sentado, vestía de manera informal y parecía mucho más joven. No era un hombre guapo pero tenía algo, no sabía el que, igual era el misterio o la tranquilidad. Seguro que sólo ella veía ese algo. Y si ya lo había visto otra… La verdad es que por el camino se planteó que estuviera allí como siempre, pero acompañado, esa opción no se le había cruzado por la imaginación hasta ese momento. No le gustó la idea. Con algo más de tiempo se podía haber preguntado por qué le había molestado tanto, pero ya estaba llegando y se puso nerviosa como una quinceañera. Por suerte estaba solo. Saludó a su jefe y se fue hacia las mesas de manera muy casual, como si se fuera a sentar sola…y entonces se lanzó.
– Hola. Hoy no te pongo yo el café.
– Hola, no te había reconocido. Algún día tienes que descansar, pero me gusta cuando lo pones tú.
– ¿Puedo sentarme contigo?
Lo notó tenso. Nervioso. Se le veía con el NO en la punta de los labios. Ella aguantaba la compostura. ¡Vaya situación ridícula!
– Claro, por supuesto.
– Gracias. Me llamo Sara. ¿Porqué llevabas este jueves la corbata de los martes?
El se rió por primera vez, una risa de verdad.
– Mi gato y su falta de respeto por lo ajeno
– ¿Tienes un gato? Me encantan…
Con un poco de suerte, pensó Sara, no tendría que ponerse a estudiar hoy…