Tom Sawyer se escapaba siempre que podía del colegio. Tía Polly le enviaba y por el camino podían sucederle mil aventuras que le impedían, de manera razonada, no llegar al centro escolar. A veces incluso iba y esto podía ser aún peor.
Cuando Heidi iba acompañada de «Niebla», «Copito de nieve» y «Pichí» por las altas cumbres de los Alpes era una niña feliz. No acudía al colegio porque su abuelo se negaba a ello. Trabaja sin descanso, comía pan con queso y tenía un columpio colgado de una nube. Sólo cuando la obligaron a entrar en sociedad y a aprender bajo la disciplina de la señorita Rottenmeier la niña fue desdichada.
Dentro de sus incontables aventuras, Guillermo Brown, leía sin desfallecer y sus historias de papel se convertían en manchurrones, morados y risas, cuando decidía trasladarlas a sus juegos con sus amigos «Los Proscritos». Inteligente, rápido en la réplica y voraz lector no temía a las faltas de ortografía. Era feliz.
Harry Potter, sin embargo, era un niño huérfano mal viviendo en casa de unos parientes, que además de feos eran unos mediocres que se pensaban nuevos ricos -lo peor que se puede ser en esta vida-. Al no sentirse respaldado por la familia Dursley , su hogar era Hogwarts, allí sí se sentía acogido y querido pese a ser un colegio interno y estar todo el día luchando para seguir vivo. Para gustos colores.
Los internados han dado mucho a la literatura infantil. Siempre como algo positivo, con cierto toque de nostalgia familiar compensada por la camaradería y la aventura. También disfrutaban de sus «Pensionados» las mellizas Pat e Isabel O’Sullivan, Puck (Bente Winter) con sus amigas, especialmente Navío; o Darrell Rivers en sus Torres de Malory.
En resumen, la escuela estaba siempre ahí, se la podía amar u odiar, pero era refugio y lugar de encuentro. Templo de sabiduría, lleno de profesores más o menos maquiavélicos, que impartían conocimientos (y disciplina). El cine o la televisión también nos han mostrado siempre un punto en común para la infancia, el colegio. A mí me resultaba precioso el de «La Casa de la Pradera». Además de aprender lo que un libro (sólo uno) decía, se añadían valores y se aprendía a vivir en sociedad.
Por todo esto siempre he sido partidaria de los centros escolares, he tenido reticencia al «Homeschooling» o educación en casa. Me parecía demasiada carga para la familia, un punto en contra para la sociabilidad de los niños, y difícil de cuantificar para los posteriores estudios superiores. Pero ahora me veo aunando la educación tradicional con la familiar. Mis hijas (sobre todo la pequeña) va a pasar un rato entre amigos socializando y después cuando llega a casa recibe clases de matemáticas con plataformas online (Smartick es maravilloso), idiomas en una academia al uso, y las otras asignaturas mediante juegos, libros o excursiones culturales (cuando se puede).
Mi hija se aburre en clase. Mientras ella devora libros, sus compañeros silabean, por poner un ejemplo. De tanto bajar el nivel educativo se ha llegado a que mi hija mayor, con trece años, esté en una clase donde más de la mitad no sabe el nombre de los cinco continentes (cinco…menos mal que no es la lista de los Reyes Godos) y mucho menos saben indicar su situación en el mapa. Y no causa asombro ni nadie se rasga las vestiduras.
Las clases se imparten al nivel de los más «torpes» -sin connotaciones peyorativas, sólo como indicativo- con los cual los alumnos se dispersan, se distraen y se olvidan de todo, mientras el profesor machaca la idea con este nivel más inferior. A éstoe de tanto darle los conceptos masticados no se les exige un esfuerzo alguno, no se les enseña a pensar. Los que forman el grueso de la clase necesitarían algo de imposición para avanzar pero no tienen que prestar dedicación ninguna porque haciendo lo mínimo saldan la deuda del aprobado y los que están en un nivel algo más superior…se aburren.
Comprendo que no se puede ir al colegio a la carta, entiendo que hay que ser tolerante y paciente, y que de esta circunstancia también se aprende, pero no puedo asumir que si hay una programación y unos objetivos en los que los maestros pasan media vida trabajando, no se avance conforme se establece en ese cuadrante y sólo de manera extraordinaria se refuercen los conceptos con el grupo que lo necesite o se amplíen horizontes con quien demande más.
Por supuesto hablo de mi comunidad autónoma y de educación pública. Quizás en otros lugares no estén en mi circunstancias, y me consta que centros privados -no todos- asumen la responsabilidad, el esfuerzo, la dedicación y el alto nivel educativo como base de su oferta. Pero hay que pagarlos. El otro día leía una entrevista a José Ignacio Wert en la que decía que a los quince años el 45% del alumnado ya había repetido curso. Este dato es de escalofrío y no por el coste para el sistema, sino porque estamos creando analfabetos con título. Yo no sé cuál va a ser la mejor ley educativa, está claro que a nadie le interesa acometer una reforma sin perjuicios ni manipulación, pero lo que hay ahora está acabando con nuestro futuro y desesperando a los niños (y a sus padres) que de verdad quieren aprender…