GOTAS CONGELADAS

Esta mañana me levanté con una idea. Estaba en mi cabeza nítida y azul. En mi ventana la niebla bailaba el vals en ramas de olivos plateados («el olivo/ de volumen, plateado» que versó Neruda) y mi mente reía por la comparación. Hoy todo estaba claro brillante, esa londinense bruma nacida del Guadalquivir nada tenía que ver conmigo. Sólo el temor a una cabeza encrespada después de tres horas de peluquería me nubló la sonrisa.

La idea estaba ahí e iba camino de un papel donde dejarla esperando con paciencia a poder ser desarrollada. La primera frase quemaba en mis manos como la taza de café que viaja en las mañanas por todas las zonas de mi casa. Necesitaba apuntarla y me daría pie, como los apuntadores  en el teatro.

No había duda de que hoy las Gotas tendrían un aire nuevo, de estreno y hasta positivo. Quería contrarrestar la pena de ayer sin caer en la pendular opción de la risa gratuita. Pese a lo difícil que es hacer reír porque la risa de verdad, sin el gracioso oficial investido de patéticas gracias, está sólo al alcance de unos pocos.

Camino de mi mesa donde, como dice Tallón, están esas pequeñas mierdas que forma parte de nuestra identidad y a la que no estamos dispuestos a renunciar, no sonó mi móvil porque vive en silencio, pero encendí su lucecita para ver si había algún buenos días que devolver o una noticia tuitera de calado tan importante como para derrocar gobiernos, una de esas que mañana estaría perfectamente olvidada.

Había un mensaje. Lo abrí y se congeló la sonrisa. Leí cuatro veces seguidas, cinco palabras sólo. Me tembló la taza en la mano y la idea que iba a apuntar se desvaneció.

Hoy las Gotas se han helado en la punta de mis dedos. Disculpadme. Mañana habrá más.

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