…EL MÁS BELLO DEL MUNDO.

Evelyn Frances McHale, quizás sus amigos le llamaban Eve, o puede que en algún momento de necesidad de contundencia algún adulto la llamara por los dos nombres. El segundo nombre en realidad es la estratagema de los progenitores para tener a donde aferrarse en caso de que la necesidad de una buena regañina apremie. Igual hasta ella había olvidado que también se llamaba Frances, cuando tienes seis hermanos tampoco es prudente la duplicidad nominal.

Puede que por eso, porque era un hogar lleno de gente, fuera una niña apacible o quizá sólo se dejaba llevar. A lo mejor era bulliciosa o necesitara pequeños momentos de soledad. La volubilidad infantil es inherente a la condición del ser humano. También es cierto que a los siete años no se pueden tomar grandes decisiones y si papá y mamá deciden que hay que ir desde la soleada Berkeley, California, a la gran capital federal, se hace. Quizás hubo alguna lágrima por una amiguita, tal vez gritó de júbilo por abandonar una escuela que odiaba, o se despidió del columpio del jardín. Es probable que al llegar a Washington todo le pareciera más grande y hasta puede que su hogar fuera más pequeño y se sintiera reconfortada, o quizás eligieron una casa más grande y se sintiera más libre.

Hasta en un país en el que se habla de los sentimientos sin pudor, como son los Estados Unidos de América, no siempre se sabe todo de los demás, aunque me la puedo imaginar compartiendo dormitorio y confiando alguno de sus miedos a su compañera de habitación, no todos, que en una jungla familiar a veces mostrar las debilidades es sólo la puerta de la mofa, más que la de los mimos.

Y de repente un día, mamá desapareció. Imagino el desconcierto y el dolor. La desconfianza taladrada en su piel. Si los cimientos más firmes fallaban todo lo demás podía caer. A esas alturas de su vida, con ocho o diez años, ya conocería lo que es el divorcio, pero seguramente pocas niñas de su escuela habían sufrido el abandono materno. Poco tiempo después llegó el divorcio y la custodia paterna. La imagino agradeciéndole a su padre el cambio de ciudad, aunque fuera más al norte, a un pequeñísimo pueblo del estado de Nueva York.

Allí, en Tuckahoe, seguramente viviría otra vez momentos tranquilos, puede que incluso apacibles. Su timidez le parapetaba del mundo. Acabó por fin sus estudios de secundaria y quizás por no ser un lastre para su padre optó por alistarse con las Womens’s Army Corps.  Puede que también le naciera un sentimiento de responsabilidad patriótica o la presión social le arrastró a ello. Finalmente abandonó su hogar, o lo que quedará de él a esas alturas, y se encaminó a su destino en Missouri. Base de Jefferson.

Allí tampoco se sintió bien. Cuando acabó el servicio y se licenció cuentan que quemó su uniforme. Uno de sus hermanos, casado ya, le acogió en su casa de Nueva York donde ella buscó empleo. Encontró un trabajo en una imprenta, de contable. Ahora me es más fácil imaginarla, paseando por la ciudad, aprovechando los días de descanso del trabajo, descubriendo la gran manzana a sus poco más de veinte años. Guapa y algo coqueta como las chicas de su edad. Elegante como las mujeres de su época.

No fue raro que comenzara a salir con un chico. Puede que su hermano y su cuñada lo agradecieran íntimamente. Barry Rhodes, había sido piloto durante la guerra y seguro que eso le hacía ser interesante. Tendrían mucho en común de lo que conversar o quizás el tema de la guerra estaba apartado para sonreír mejor. El flechazo fue instantáneo.

En la primavera de 1946 cuando aún no había cumplido los veintitrés años, Evelyn participó en la boda del hermano de Barry nada menos que como dama de honor, todo un estatus familiar. Se supone que la ceremonia sería poco fastuosa teniendo en cuenta la época de postguerra en la que vivían, pero aun así triunfaba el amor. Y el matrimonio. Quizás porque el de sus padres fracasó, por los recuerdos que le trajo o por la presión que le supuso el momento, cuando llegó a su casa volvió a emprenderla con su guardarropa y quemó este vestido jurando que no volvería a ver algo así.

Aun así respondió con un sí rotundo a la petición de matrimonio de Barry y decidieron que en junio de 1947 se casarían en la casa del hermano de éste. Seguramente también algo sencillo en el jardín, pocos invitados y mucho amor. Él por entonces estudiaba en el Lafayette Collage de Easton, una de las universidades que durante la Segunda Guerra Mundial instruía a pilotos e ingenieros, algo que siguió haciendo al acabar la guerra. Conseguiría un título. Quizás eligieran el mes de junio porque acababa el curso y tendrían un nuevo destino.

El 30 de abril, miércoles, (otros dicen el uno de mayo) de 1947 Evelyn recorrió en tren las setenta millas que separan Nueva York de Easton para celebrar el cumpleaños de su prometido. Iba elegante, peinada con cuidado y maquillada con esmero. Finas medias, collar de perlas y guantes de piel. La primavera estaba resultando fresca. Faltaban un par de meses para su boda y estaba feliz. Pasaron un buen día juntos y se besaron a la despedida con la ilusión de reencontrarse pronto. La distancia desaparecería en apenas unas semanas.

Cuando Evelyn salió de la estación no se dirigió a casa, seguramente su hermano aún no la esperaba. Tomó una habitación en el elgante hotel  Governor Clinton en la séptima avenida con la 31th , quizás porque estaba justo al lado de la estación de Pennsylvania y fue donde se apeó. Apenas estuvo unos minutos, quizás refrescándose algo tras el viaje, arreglando su toilette, descansando levemente. Bajó a la calle y fue paseando hasta el Empire State Building. Era el edificio más alto de la ciudad.

Quizás ya había subido alguna vez en sus elegantes ascensores art decó o puede que fuera casi como una turista más. Quizás viera la película «Tú y yo» en el cine, la original, y le quedara la duda de como se citaba alguien en un lugar tan emblemático. La cuestión es que compró su boleto para subir hasta el majestuoso y vertiginoso mirador del piso 86. Seguro que en el ascensor recibió alguna mirada intrigada. Una joven bella y elegante que sube sola, seguro que alguien la esperaba, pensarían.

Salió a la plataforma de observación con los demás, quizá se embelesaría con el sky line, puede que se hiciera a un lado discretamente y apostaría que sonrió. Sujetó distraída su collar de perlas como en un tic que le relajaba y le hacía disimular….y saltó al vacío.

Cayó sobre una limusina de las Naciones Unidas, bella, tranquila, serena, sonriendo. Un fotógrafo la inmortalizó para siempre y fue portada del Life como «El suicidio más hermoso del mundo». Al llegar la policía y mirar en sus efectos personales encontraron una pequeña nota con el membrete del hotel Governor Clinton:

“No quiero que nadie de mi familia o amigos me vea así ¿Podrían incinerar mi cuerpo? Les ruego a ustedes y a mi familia que no organicen ningún servicio religioso para recordarme. Mi prometido me había pedido matrimonio en junio, pero creo que yo no sería una buena esposa para nadie. Él estará mucho mejor sin mi. Díganle a mi padre que tengo muchas de las tendencias de mi madre”.

Evelyn McHale (click para ampliar)

 

La incineraron, pero la siguen contemplando desde todas partes del mundo, es imposible no dejarse subyugar por  la belleza de una mujer que sonríe a la muerte sabiendo, según su criterio,  que está haciendo lo correcto.

 

En 1947 se valló el recinto del observatorio…

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