Volver a casa de mamá tiene ventajas incontables. Tal y como ya he reivindicado más de una vez, yo fui y soy una niña mimada, llena de mimos, pero jamás consentida, que es parecido pero no es igual. Llego a casa de mi madre y mi actividad de rutina doméstica baja al veinte por ciento. Eso es algo que no hay palabras para agradecer.
Reconozco que por circunstancias de la vida, mi hogar empieza en donde está mi cama y, a ser posible, algún familiar. Tengo de muchas paredes grandes recuerdos y no necesito volver a sentir en mis pies la loseta del suelo que se mueve, para recordarla danzando en mis pies (mucho más pequeños que ahora).
Mi familia son los ojos cristalinos de mi abuela y el sonido de las en punto del reloj de mi abuelo (y sobre todo el ruido de las pesas al subir). Me reencuentro con mi infancia en un «ponte derecha» o en una frase recitada a coro de «La Casa de la Troya» y si es Navidad, con la entonación del Adeste Fideles a los postres.
Lo material pocas veces me evoca a los míos, y mal estaría si lo necesitara, pero reconozco que hay cosas tangibles que me hacen volver a muchos años atrás. Y mentiría si dijera que no disfruto de esos momentos en los que alguna pequeña cosa me devuelve a aquella que fui. Y a los que estuvieron conmigo en ese momento.
Quizás porque nunca fui una niña especialmente deportista (más bien poco, nada, escaquerwoman…) y eso que nos exigían bien poco, mi camiseta del horrible chándal del colegio, sigue en perfectas condiciones. La última vez que la llevé por obligación estaba en tercero de B.U.P, con unos intensísimos dieciséis años que es como decir con un coctel hormonal y una montaña rusa emocional en constante cambio de sentido. Sin embargo guardo fantásticos recuerdos de esa época de mi vida.
Cuando llego a casa y es la hora de dormir abro el armario. No es el armario de cuando era pequeña, ni siquiera es el mismo ropero de mi adolescencia, tampoco el último que tuve en mi casa materna antes de casarme, es uno nuevo, precioso y elegante que compró mi madre hace bastante poco tiempo, en teoría nada sentimental me atrae a él. Pero yo abro el cajón y veo la camiseta rosa, enorme -tal y como se llevaban entonces y tal y como mis redondeces exigían- con el escudo del colegio en azulón (el mismo azul del pantalón bombacho, forrado, gordo y amorfo, de infausto recuerdo) y vuelvo a tras rápidamente.
Me la pongo todos los años, al menos una vez. Da un calor tremendo porque nos llevaban tan «tapaditas» que el cuello puede ahogar más que una lazada de un wester americano. Yo ya no estoy acostumbrada a ser tan pudorosa. El algodón, sin duda, es de una calidad superior porque da un calor infinito…con razón siempre la llevábamos remangada y atada de mil maneras, hasta que nos regañaban.
Pero la tengo que poner, es un ritual, un mantra, una manera de saber que ya he llegado, que todo sigue igual, que ese es mi hogar. Es el momento de partida en el que además de madre paso a estar en modo hija ( y nieta) y que durante unos días no será como entonces, pero algo de esa niña de dieciséis años volverá a flote, y tengo que reconocer, que me encanta.