BELLEZA DE MUJER.

Se podía ser más bonita, pero era difícil. Ella lo sabía en su manera de no darse importancia al andar. Quizá esa humildad, y la poca relevancia que le daba a su belleza, era el pedestal que la encumbraba en las diosas de la mayoría de los Olimpos domésticos.

Los piropos que recibía eran silencios, desde el respeto. Algún hombre muy mayor, con la sabiduría y el derecho que dan los años, a decir lo que se quiere, musitaba un guapa que le nacía desde el fondo de su bastón. No había hombre que se atreviera al grito soez. Era guapa, tenía un cuerpo de diez y sabía vestir, pero era su prestancia la que la hacía aún más preciosa y a una mujer así no le nacen borderías al paso de sus zapatos.

Jamás le pareció relevante la belleza externa, aunque no dejaba de ser una coqueta. Siempre fue muy femenina, sin embargo luchaba por pasar desapercibida. Algún ilógico complejo que le provocaba inseguridad en los momentos más inadecuados, le hacía soñar ser transparente. Desde niña, cuando observaba en silencio el pasar de las personas, sentada en cualquier escalón, y ahora de mayor que ya formaba parte del mundo real, el que está para ser observado en primera persona,  pensaba lo mismo. Una mujer empeñada en forzar las miradas o su atractivo, lo tenga o no, es de las cosas menos elegantes que pueden darse y no buscar la elegancia es casi tan triste como presumir de falta de cultura. El egocentrismo de la belleza roza en ocasiones lo ridículo y ese centro de atención auto inducido, aquél que considera que es el enaltecimiento de su rostro y figura, no son más que codazos con los ojos para que presten atención a una mujer que se gusta en exceso, y alguien que se quiere más que a nadie, nunca será bella.

Tampoco entendía a quien era feliz entre halagos. Le daba un pudor horrible que le regalaran palabras de admiración, por su físico o por su trabajo. Se azoraba, rehuía del momento y hasta temía quedar como una persona mal educada. No sabía actuar bien para no resultar descortés y al mismo tiempo que no pensaran que se regodeaba en la auto complacencia, porque lo cierto y verdad, es que consideraba exagerados todos esos reconocimientos.

Y en esos pensamientos divagaba por la ciudad, camino de sus tareas, causando admiración por su belleza y hasta un poco de respeto. La humildad es en la elegancia, la virtud correcta para el don perfecto. Yo tomaba café en una terraza para poder fumar, y fue cuando ella pasó por mi lado y en la perplejidad que produce una puesta de sol coloreada en tiza, un cuadro renacentista o una música envolvente, me quedé ensimismado y no fui capaz ni de saludarla. Pasó y dejó el aroma de la excelencia, el regusto de la delicadeza racial. Reconocí el placer de sufrir el síndrome de Stendhal por una mujer.

 

 

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