Soy la mujer insensible que llora viendo películas de amor. La fémina que no acaricia con el látigo de su dulzura. La exponente máxima de la feminidad sin feminismo que sabe, y puede, herir con la cornada de sus palabras. La chica dura del final de la historia que esconde su debilidad. La frialdad que no se derrite con las lágrimas tibias.
Tras el «The End», quizás en los minutos previos al letrero final, caen esas insolentes gotas con la humedad ardiente usual. Siempre pensé que ese tenue calor era la manera en la que acariciaban y abrazaban las lágrimas como contraprestación a la emoción que las provoca. Caen por mi piel abofeteada por un extraño viento frío en esta época del año, en esta ciudad del sur del hemisferio norte. Se enfrían antes de terminar su paseo por el rostro. Estremecen.
Es inaudito pero frente a la belleza expuesta en un film de finales felices y románticos, a ser posible de la primera mitad del siglo pasado, dejo atrás los dientes y la mandíbula apretados. La sensibilidad se apodera de mí con una voz en off, dura y dramática: «eso sólo pasa en las películas». Una cortapisa natural antes de que se dé el riesgo de pensar que los sueños se hacen realidad. El contrapeso que impide que la imaginación eche a volar.
Supongo que no engaño a nadie, lo he intentado en tres párrafos y aún así se me ve el plumero, soy una hipersensible que no sólo llora con los finales trágicos, si no que también lo hace con los finales felices, con las escenas bonitas y las que encogen el corazón. Me encantaría ser una mujer dura y despiadada, pero eso sólo lo consigo en ocasiones y son tan pocas que forman la excepción que confirma la regla. En el término medio está la virtud, dicen, pero me temo que estoy asentada en el extremo en el que el corazón le gana a la razón. Un desastre de proporciones épicas.
He vuelto a ver «Tú y yo», cualquier día de estos celebro los mil visionados, debería celebrarlo con una fiesta en el último piso del Empire State. Sigo pensando que no existen ya hombres tan elegantes y distinguidos como Cary Grant. Quiero pensar que quedan historias de amor así de bonitas, y que se volverán a hacer películas con guiones tan maravillosos como los de esta película con grandes diálogos…: «- ¿Qué será lo que hace la vida tan difícil? – Las personas…», «…pienso mejor vestida así…», o la excelencia del buen vivir al que aspiro, en una respetuosa conversación entre un barman y un cliente: » – ¿Me pone un coctel de champange? … – ¿Dónde hay cigarrillos? – En el cuarto de fumadores – ¿Tiene champange rosé? – Póngame una copa».
Es una película con un maravilloso beso de amor en una escalera, un beso que no se ve. Tiene un final imperfecto (escasez económica, enfermedades…) y sin embargo deja un regusto a felicidad que me hace llorar, una y otra vez, todas las veces que la vea, incluso todas las veces que la piense porque yo -tengo que asumirlo- no soy una mujer fría y calculadora…