Aunque hoy, a estas horas de la mañana, el día está cubierto por una niebla refrescante y densa, aunque el calendario se empeñe en llevarme la contraria por un puñado de días, lo cierto es que es verano. Llegó de improvisto y sin presentarse, sin embargo se le esperaba, nada que ver con aquella célebre cita que, con el paso del tiempo, empiezo a pensar que fue figurada, aquel día que yo no recuerdo muy bien, pero que la democracia española estuvo a punto de tambalearse.
Prefiero pasar calor que morir de angustia entre nubes grises, el sol es fuente de energía para mí y para las placas solares de encima de mi edificio que me permiten, dicho sea de paso, ahorrarme unos meses de gas, aunque no lo suficiente como para poder poner el aire acondicionado. En algún lado debo tener una fuga en la ley de compensación.
Llegan las vacaciones y mientras unos van pensando como sobrellevarlo, otros hacen planes y empiezan a mirar webs y catálogos de viajes. Quizás menos días, a lo mejor más cerca, pero algún viajito pueden permitirse. Otros saben que siempre les espera el pueblo, el apartamento de la playa o la casa de unos familiares. Y si todo eso falla, se empiezan a investigar opciones de ocio en la ciudad cotidiana para vestirla con la moda estival. También los habrá que pasen estos meses trabajando (y dando gracias por ello).
Yo volveré a mi playa de siempre, la de la infancia, la de la adolescencia, no es la mejor, ni la más bonita. Mi playa no tiene nada que ver con las de Hawaii (que guay), pero es cómoda, familiar, la tengo al lado y me permite ir a diario. Menos los fines de semana, que va todo el mundo y me agobio. El privilegio de poder elegir, soy consciente.
La playa es un sitio fantástico para conocer a los seres humanos, la desnudez parcial del cuerpo es, casi a la vez, un striptease del alma. Ves a las madres obsesivas, con las quince mil cremas, los catorce bañadores, siete toallas, tres canastos de juguetes y hasta una rebequita por si refresca. El señor mayor que toda la vida bajó se dio un baño y volvió a casa, y lo sigue haciendo. Las señoras con amigas que van juntas a andar por la playa, sospecho que son las únicas que usan el pareo en mi playa. La mujer joven que va con el spray del pelo, la crema de la cara, la del cuerpo, la toalla para la cara, la toalla para secarse, la silla, tres revistas, dos libros, fruta, agua, el móvil,…no sé como no va con el trolley. El grupo de adolescentes que se pone al final, como si la playa fuera el autobús; tontean, se ríen y entran al galope en el agua -ellos-. La madre que no le pone traje de baño a los niños. Los fuertecitos, las que llevan ya el moreno UVA, un universo de tatuajes…Y los que van sólo con la toalla y poco más. Yo soy de estas.
Pese a ir con niñas, a duras penas llevo algo de comer para ellas, una crema, las toallas y dinero suelto. No llevo nada más. Y aún recuerdo con nostalgia cuando era sólo la toalla y el dinero del autobús. También solía llevar dinero para comprar algo de merienda, jamás me sabrá mejor un donut de azúcar de pastelería fresquito, como me sabían entonces. Pocas cosas dan más hambre que la playa a los quince años. Reconozco que me reía sin parar, pese a mis complejos. Tengo inmejorables recuerdos de mis tardes (entonces iba por la tarde) de playa con mis amigas.
En la playa, no obstante, me seguiré sorprendiendo de mis congéneres. Llegué a ver (y a oír: chuchu) ollas exprés y no morí en el intento. Acepté con normalidad el paquete de azúcar con la pinza de la ropa, inseparable amigo del termo de café. Las fiambreras con papas aliñás y el bolso de Mary Poppins convertido en neverita de playa (azul, de las que se cierran con el asa). Sufrí las inclemencias de clavarme alguna cáscara de pipa que alguien tira a la arena. He compartido agua con musulmanas vestidas. Me he bañado junto señoras que, en un acto de autoestima inigualable, hacen topless aunque eso le impida tomar el sol en toda la barriga porque las pechugas le llegan al ombligo. Me he llevado los consabidos golpes del niño con la pelotita y el adulto irredento con las palas creyéndose Rafa Nadal. Incluso alguna vez he ido en hidropedal. También he notado que ya los padres no se atreven a dejar a sus niños solos en la orilla y que se está alerta por si alguien hace fotografías indebidas…
Pero pese a lo escatológico del tema, no quiero cerrar hoy sin aprovecha este espacio para recordar que la playa no es un sitio donde deban llevarse las pinzas de depilar o el cortaúñas, no hay ninguna ley que lo prohíba, es cierto, pero es que es una guarrada depilarse las ingles o cortarse las uñas de los pies, sentaditos en la silla de la playa.
Es mucho mejor la opción, como hace tantos años que parecen siglos, de ir sorteando sandías en la orilla…para que se pongan fresquitas.