UN TIRO EN EL PIE

Como si de un venerable anciano sentado en un banco del parque se tratara, así me sentía. Un anciano de los que reflexiona con los ojos cerrados o muy abiertos, pero sin ver. De los que no le echa pan a las palomas porque aun le queda dignidad, y tampoco va acariciando niños ajenos porque es consciente de que puede resultar molesto. Un señor mayor, curtido y observador, que pese a que lo ha visto todo aún conserva la capacidad de sorprenderse y en ocasiones, pocas, la ilusión de un niño.

Una persona con valores propios que se niega a imponerlos, pero que tampoco los esconde. Un hombre que siempre fue lo que quiso ser y si no lo estaba siendo en algún momento de su vida, cuando fue consciente, intentó poner remedio para no estar a disgusto consigo mismo. Él no quería ser santo ni villano, jamás intentó ser un héroe, tenía su código personal que no se ajustaba a ninguna etiqueta y siempre huyó de quien intentaba encasillarle. No le estaba bien ningún traje que no estuviera hecho a la medida de sus sentimientos y principios morales, que no tenían que ser los mejores, sólo eran los suyos.

Respetuoso, en este momento de su vida es lo que más podían decir de él, que era un hombre respetuoso. Jamás una burla a quien sufría, desprecio a las creencias de otros, risotadas a base de los sentimientos ajenos -fueran los que fueran-, más bien al contrario, intentaba ser una persona considerada con lo que a los demás les parecía  importante, aunque dentro de su criterio no fuera de ese calado. Nunca encontró ventaja alguna en reírse de los sentimientos ajenos, jamás pudo disfrutar de ridiculizar a nada ni a nadie.

Tenía amigos que le decían que era muy moderno para la edad que «padecía», que no se había vuelto descreído o radical como le correspondía a alguien de su generación, y él sonreía, no iba a discutir a estas alturas de su vida, había aprendido a despreciar la discusión y a someter a criba sus palabras. Las disputas, aunque fueran verbales, siempre dejaban un regusto amargo, una sensación de lucha que no le satisfacía. No estaba para darse disgustos, pensaba siempre. Tampoco es que el silencio sentara bien, a veces le ardían las contestaciones en la punta de la lengua, pero sabía que era mejor que arrepentirse de haber hablado.

Pero desde ese banco del parque o desde la cola del banco, incluso desde el supermercado había llegado a observar (y por lo tanto a aprender) que él no era moderno por ser tolerante y respetuoso, al contrario, generaciones atrás se estaban volviendo cada vez más radicales, y personas de cierta edad, lo que antes eran hombres y mujeres hechos y derechos, que asumían responsabilidades y obligaciones como parte natural de su vida, hoy no eran más que pobres criaturas de papel maché, muñecotes en la espalda de otra persona buscando la risa fácil y la humillación contraria. Seguramente la sociedad se volvería más irascible, las personas dolidas contra las que les dañaban, o incluso calladas en una especie de sumisión para evitar el conflicto, con el peligro de estar jugando al filo de la línea que puede explotar cualquier día.

La suerte es que él no lo vería, con lógica le quedaba poco y si no seguramente se volvería un viejo chocho con la cabeza perdida. Seguro que era lo mejor. Pero mientras seguía observando, mirando desde el banco de la plaza como algunos, por un aplauso fácil se daban un tiro en el pie.

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