DÍA D

El Día D. Normandía.

Quien tenga la más mínima noción de Historia, con mayúsculas, con orgullo, sin nada que esconder porque los pasados construyen los presentes, y a veces, éstos son muchísimo más vergonzosos que lo que quedó atrás, sabe lo que significa el seis de junio. Con los conocimientos básicos, al ser consciente que es el Día D, se tiene que sentir un escalofrío porque es lo que corresponde, por derecho y por obligación. No hay que conocer el nombre del primer soldado que murió, no es necesario saber las compañías que participaron, quizás está bien saber que hubo un hombre tocando la gaita mientras otros hombres armados desembarcaban, y las balas y granadas silbaban y explotaban, pero no es imprescindible. También se sabe que había un fotógrafo loco haciendo historia. Ante un día como hoy, no queda más que sentir la piel erizada en una gratitud eterna a los que nos ofrecieron la libertad y entendieron que era el mejor regalo, el valor más preciado.

Barcos. «1.213 navíos de guerra y 4.126 buques de desembarco». Una operación inaudita hasta entonces, nunca superada en osadía y cantidad de efectivos. La gran operación militar. Sí, militar que son los que nos liberaron de los nazis, ese día fue el primero del final de la guerra.

Hombres. Muchos, cientos de miles, dispuestos a morir por un país que no era el suyo, por un continente que no era su inmenso Estados Unidos de América. El conflicto se volvió a hacer mundial y acudieron. Si alguna voz se preguntó qué demonios hacían allí fue silenciada por su propia conciencia o la de algún compañero suyo que le contaría como pronto volverían a los brazos de aquella preciosidad a la que le escribía esas cartas, o a ver a sus hijos (el pequeño Joe que no llegó a conocer más que por foto porque nació cuando él ya había partido).

Honor. Hombres defendiendo las barras y estrellas al servicio que fuera, al que le mandaron, obedecieron siguiendo su bandera que no era un trapo al que pertenecer impasible. En aquella tela,  ni más ni menos que su país, su familia, su ciudad, la Iglesia donde iban al servicio religioso, el pequeño bar donde tomaban café, la fábrica en la que ahora las mujeres seguían para que el engranaje no parara.

Arengas. A voz en grito, por escrito, en las radios. Frases motivadoras, pero sinceras, podían morir, que nadie les llevara a engaño pero serían héroes y la Historia (otra vez en mayúsculas) se lo reconocería. Discursos donde la sangre y Dios se entremezclaban sin miedo y sin complejos. Parrafadas, ocultando el miedo, dichas por mandos militares dispuestos a morir hombro con hombro junto a sus muchachos.

Y murieron. Murieron junto a otros aliados, hicieron frente común, lucharon hasta el final. Los supervivientes quedaron para contar el horror vivido, la sangre en la arena, el miedo impactante, la soledad acompañada, el pánico, el valor. Les debemos todo el respeto. Hoy tenemos privilegios con los que no contaríamos si no hubiera sido por esos hombres, por esos ejércitos, por esa fe en su bandera y en su Dios, por ese sentido de la patria y de la responsabilidad. Qué difícil ver en ciertos países, el nuestro especialmente, respeto por la bandera, por el ejército, por ciertos valores que parecen obsoletos como el honor y la aceptación de la historia como algo positivo sin que sea munición (@cchurruca dixit). Algunos de los que enarbolan libertades deberían informarse mejor y saber cuánto tienen que agradecer a esos que ninguean o pisotean.

Mientras tanto miro con cierta envidia a los que hoy celebran el aniversario del Día D por el la falta de complejos para empezar una ceremonia con una Misa (presidida por una Reina), para bendecir ecuménicamente una campana, para cubrir de banderas un homenaje, y ponerse en pie -con las fuerzas justas- para saludar a su bandera. Y además, lo hacen con orgullo, el que sin duda deben sentir porque se lo merecen.

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