RECUERDO CON ORQUESTA

Se imaginó como entonces, levemente apoyada en la barra acolchada de piel negra con su copa en la mano. Como no le faltaba ninguno de los botones que servían para concretar las uniones de los pliegues, se sabía el local era de lujo. La copa era corta, de poca profundidad y boca ancha, la usual en la época; la sostenía en su derecha como una extensión de su propio glamour. La mano izquierda aún estaba enguantada y su pequeño bolso de fiesta dormía a su lado. Bebía  champange rosé que hacía las delicias del género femenino en ese momento, y además era lo que  mejor conjuntaba con su delicado vestido dorado.

Dándole la espalda al barman, y con su codo reposando con cuidado, como una diosa en un olimpo de neón, respondía a la invitación de pasar a una mesa para poder hablar de una manera más cómoda. Paseó despacio su cintura de avispa, y sin maldecir sus sinuosas caderas, dejó que algunas señoras orondas la odiaran mientras sus maridos seguían sus pasos con la mirada perdida y la boca abierta. No podía negar que le producía placer sentirse admirada, pero aún más notar como otras mujeres, desde una supuesta superioridad moral, destilaban envidia. Si ellas supieran lo generosos que pueden llegar a ser esos hombres que luego protestan por el coste de las facturas. Sonrió íntimamente.

Recordó como mientras se inclinaba levemente para que le prendiera un cigarrillo, se fijó en su partenaire. Era un hombre guapo, pero no demasiado especial, su conversación tampoco era la más interesante, pero le había llevado a cenar en un estupendo restaurante de moda y ahora le había traído a bailar a un local concurrido y lleno de gente importante. No le pedía mucho más y él contaba con que conseguiría poco de ella porque su fama de mujer dura le precedía. Sospechaba que en el fondo todos pensaban que conseguirían ser el que por fin la hiciera sucumbir y sólo los casados temían que lo hiciera.

Fumaba escuchándole para que se sintiera importante y tras apagar sin rencor el cigarrillo, contestó afirmativamente, entre la sonrisa y el dulce gesto del leve movimiento de su cuello, a la pregunta de si quería bailar. Nadie se puede resistir a «In the wee small hours of the moring» y ella no lo hizo. Su cuerpo se volvió etéreo y casi no notaba las manos de él en su cuerpo. Volaba entre pasos de baile, largos pero pegados. El balanceo mínimo y sin embargo parecido a tomar las curvas de la Riviera francesa a gran velocidad. Estaban llegando a un nivel de compenetración y estilo que el resto de las parejas se hicieron a un lado y se quedaron solos sin percatarse de que estaban llamando la atención más de lo que la hipócrita sociedad de Boston podía soportar.

Pese a que siempre hacía lo que sus deseos le susurraban al oído, no le gustaba llamar la atención en exceso y por eso nunca eternizaba relaciones, visitaba los mismos locales, ni repetía vestido. Le gustaba ser tan intocable como insaciable y para conseguir sus propósitos necesitaba que la discreción fuera extrema. Ella no tenía que darle explicaciones a nadie, no había ningún «señor de» esperando que sacara el asado del horno o le llevara las zapatillas cuadriculadas como su mente. Había algunas noches en la que lo echaba de menos, pero se miraba al espejo y se complacía de no tener que compartirlo. La soledad vertiginosa en los días de emotividad intensa puede ser un precio muy bajo si se tienen en cuenta todos los demás beneficios.

Terminó la orquesta de tocar sus componentes se pusieron en pie para aplaudirles, y ellos volvieron a su mesa. Levemente arrebolada buscó un trago de su copa, algo sutil, nada de ansiedad, no era elegante. Él sí que apuró su bourbon de un solo golpe, algo ufano y sonriendo de medio lado. En ese momento, por un instante, se planteó si podría enamorarse de alguien como él. Recordaba perfectamente como entonces se les acercó un camarero, un tipo anodino y remilgado, de los que no son importantes ni en las fotos de familia. Llevaba un paño blanco inmaculado con un secreto mortal, fue cuando se giró de espaldas a ella  y le descerrajó dos tiros a su acompañante. Era la primera vez que veía morir a alguien y se le quedó grabado para siempre.

En días como los de hoy, en los que la pesadilla se enredaba en la seda de su negligé, no podía dejar de recordar el rostro desencajado que tiene la muerte por deudas de juego. Habían pasado varios años, había cambiado de ciudad, incluso estuvo casada, pero no había conseguido que el final de su recuerdo terminara con el aplauso aquél de la orquesta…

 

MUJERES Y VALENCIANO

Por desgracia ser mujer es tema de conversación. Lamento que la manera de nuestra biología sea base de discusiones serias, lo sufro y he pasado de la indignación a un estado de lástima y rabia profunda. Puede llegar a ser enternecedor una conversación mujeres vs hombres, como un partido soltero contra casados. Es algo típico y además necesario aunque a veces haya lesionados. En ocasiones, estas conversaciones llenas de tópicos, son una de las mejores maneras de empezar a relacionarse, a raíz de una discusión jocosa y divertida se llega a otro tipo de vínculo incluso más serio. Más allá del «vosotros» «nosotras» «ustedes» no encuentro la gracia de la diferenciación sexual.

Cuando veo Mary Poppins siempre canto a pleno pulmón » ¡Por la igualdad en el vivir y en el vestir también! Tenemos que todas que luchar en guerra sin cuartel… Y nuestras dignas sucesoras, cantaran al ser mayores, ¡Por fin, vota la mujer!» Me siento agradecida a esas mujeres que un día nos reivindicaron como iguales. Ni más ni menos, iguales. Ellas sí que fueron pioneras y valientes. Ellas las que en nuestro mundo occidental dieron un paso al frente por nuestros derechos igualándonos a los hombres.

Hoy les toca luchar a las mujeres de oriente y las del África subsahariana. No les pienso quitar ni un ápice de mérito ni valor. He aplaudido la causa de Malala como propia, sufro por las niñas de Nigeria y abogo siempre que puedo porque la libertad sea la base para decidir su ropa, religión y tipo de vida. Exactamente igual que lo que quiero para mí.

Lo que no voy a tolerar es que hablen por mí, ni un hombre ni una mujer. Estoy cansada de escuchar a la señora Valenciano decir, ahora desatada en campaña, que habla en nombre de las mujeres. No, señora Valenciano, usted no habla en mi nombre porque lo que usted dice, insinúa y piensa es totalmente contrario a lo que pienso, declaro, fomento, digo y pretendo para mí. Y le diré más, señora Valenciano, siendo una mujer y teniendo ideas propias no pretendo que usted tenga las mías, ni hablo en su nombre, ni en el de otra mujer. Y mi osadía es tan grande que tampoco hablo por los hombres.

El hecho de que ciertos colectivos sigan hablando de hombres y mujeres de manera diferenciada es el daño más horrible que se puede hacer a la condición femenina. Prefiero la atizadora mirada de una de las mujeres de cine negro antes que un blando abrazo con la traición de la política sin escrúpulos que, en el fondo, sólo piensa en ella por mucho que enarbole banderas que nadie le ha dado permiso para coger.

Ayer mismo discutía sobre si en campaña electoral son adecuados los selfies picarones. Ni en campaña, ni por políticas, ni por señoras de vida relajada o trabajadoras del metal. No soy precisamente una mujer recatada ni alguien que odie las fotos, autofotos o fotos de grupo, pero entiendo que hay cosas que en privado quedan mucho mejor. La misma foto que en privado es algo agradable, sensual, erótica o divertida, en público se convierte en soez. No hablo de campañas de publicidad, ni de fotos artísticas, ni nada semejante, hablo de los selfies, de la foto de móvil, de lo doméstico que acaba en las redes sociales. Esto es bajo mi punto de vista, es mi opinión totalmente subjetiva, hablando por mí, sin que Valenciano tenga que ver. Supongo que muchas de estas mujeres luego pedirán un respeto y lo merecen, porque cada una puede hacerse las fotos que le de la gana, como le de la gana, pero eso no quita que socialmente exista un riesgo. Personalmente, y soy mujer, prefiero que hablen de mí porque soy inteligente, simpática o más mala que Ángela Channing, pero no por si me hago fotos al límite del desnudo. Y no, no es envidia, que es la excusa fácil y barata que dan algunas, es que prefiero mil veces una insinuación sensual que algo explícito, una conversación inteligente bordeando el doble sentido que la sordidez pornográfica, una mirada divertida que unas «fototetas». Para todo lo demás está la intimidad de lo privado. Porque como decía aquel, «hay cosas, como cagar, que se hacen en privado»

Por eso, señora Valenciano, porque tengo ideas propias, no hable en mi nombre, yo hablo con mi voto, y sobre todo, no se contradiga luego diciendo que se desnudaría para pedir que se decanten por usted, porque flaco favor nos hace entonces…a la vista y a la dignidad femenina.

 

FANTASMA

Yo me crié en una casa enorme, de techos altísimos, con más de decena y media de habitaciones y un pasillo eterno. No sé si he contado alguna vez que cuando era muy pequeña para llegar del cuarto de estar al baño iba en triciclo porque la distancia se me hacía tan eterna en pasos pequeños, que corría el riesgo de no llegar a tiempo a sentarme en el trono (me encantaba cuando mi abuelo me decía que estaba sentada en el trono, eso es glamour y lo demás es tontería). También tengo que reconocer que siempre he sido poco sacrificada para los esfuerzos físicos, el triciclo me salvaba de la caminata.

En mi casa se vivía, y se vive, con una fusión de la cultura nacional y los modales británicos. Como buenos mediterráneos la matriarca -mi abuela- es la que va dejando su impronta y ella se educó así, por origen y por el internado al que acudió desde muy pequeña. Así que sin necesidad de un Observatorio, fundación, o departamento del Estado o de la comunidad autónoma pertinente, la andaluza en mi caso, hemos conseguido la unión sin traumas de dos culturas diferentes. Como toda buena familia que se precie, además de una cantidad enorme de metros cuadrados y unos fantásticos muebles de madera de caoba, mi casa tenía un fantasma. Nuestro fantasma no era nada grosero y por supuesto jamás tuvo un gesto de mala educación, que para eso somos personas de bien. Por las noches se le escuchaba andar por el pasillo, era sigiloso, así que no se le podía afear su conducta. Él no nos molestaba ni nosotros a él. Lo que sí es cierto es que a veces nos escondía las cosas, pero como siempre es más agradable pensar bien de una persona que  mal, entendíamos que era un préstamo, es decir, que le hacía falta. Había ocasiones en las que había más de cincuenta vasos disponibles y en otras ocasiones no más de diez. El comentario entonces era el de siempre: «el fantasma lo ha necesitado». Hay que reconocer que jamás se lo quedaba demasiado tiempo y salvo algunas contadas ocasiones todo regresaba a su lugar.

Por supuesto ni nos daba miedo, ni me daba pánico pese a mi corta edad, era algo tan natural como tantas otras cosas de familias presuntamente normales. Prefiero mil veces un fantasma que un familiar bostezando y estirándose en mitad de la mesa, por ejemplo. Incluso tengo que reconocer que yo me sentía mucho mejor sabiendo que el fantasma estaba ahí. Era nuestro espectro, conocido y amigable, seguro que así evitaríamos la llegada de otros que cualquiera sabe con que intenciones venían o de que familia provenían.

Cuando dejamos esa casa, con gran dolor de mi corazón, el fantasma se vino con nosotros como el buró de teca, las vajillas de la Cartuja y las toallas de hilo. Y no es que lo esté «cosificando» que para mí no es objeto, pero como no tengo claro que etiqueta colgarle, mejor lo dejo así. Tres traslados más tarde, sigue con nosotros, no sé si es que se está haciendo mayor o no tiene necesidad de tantas cosas -igual en el más allá se ha vuelto asceta- pero ya no desaparecen las cosas de igual manera. 

Durante unos años, en otra de las casas en las que vivimos, tuvo que compartir etereidad con el antiguo dueño de la casa que tuvo a bien aligerar su tránsito al más allá pegándose un tiro justo en la habitación donde yo dormía. Me cabe la duda de si eso fue lo que le ofendió. Este fantasma, el del disparo, sólo dejó un par de estampitas, no se llevó nada, y luego no nos acompañó al siguiente domicilio, pero me quedará siempre la duda de si se ofendió por no haber estado en exclusiva.

Después de casada, en mi propio hogar, tuve otro fantasma, que es el que me acompaña ahora, el hombre vestido de marrón del que ya escribí. También se muda conmigo y no suele esconderme cosas, sólo aparece de vez en cuando y sonríe. Pero cuando llego a casa, mi casa, la de siempre, siempre tengo un saludo íntimo y familiar para el fantasma, el de siempre, que también es parte de mi familia y yo estoy educada de británicas maneras.

Eu

A Mª Eugenia le llamaban Eu porque su nombre era eterno. No era herencia familiar y nadie en la familia se hacía responsable de haberle puesto el nombre. Llegó a pensar que fue la matrona la que decidió por los suyos que plenos de desidia aceptaban a un miembro más de la familia como algo rutinario y nada especial. Eran demasiados. Eu tenía doce hermanos y ella estaba perdida entre los pequeños, era la octava que es como estar en el pelotón. Sus padres les hablaban a bulto ( oye, tú)  y no podían considerarse una familia unida. Allí cada uno se buscaba la vida y ella no fue especialmente avispada.

Eu no quiso estudiar porque era una obligación aburrida y que no le reportaba nada. A sus maestros lo que más le solía preguntar era para qué sirve y como no le parecía que le estuvieran dando buenas razones, abandonó el colegio en cuanto la edad se lo permitió. El tiempo hasta entonces se le hizo eterno, tuvo que esperar a cumplir catorce años. El último curso casi no apareció, se pasaba los días buscándose las excusas más peregrinas para «hacer pellas».

Sus padres le dejaron claro que tenía que trabajar y a ella no se le ocurría nada más horrible y mundano. Estaba en la edad de pasarlo bien, de ir con las amigas, de empezar a tontear con los niños. Por otro lado, también quería salir de esa casa que siempre estaba llena de gente, no había un remanso de paz ni un poco de espacio para respirar, hasta el aire era compartido. Las prisas y la necesidad de intimidad empezaron a pesar fuerte en su ánimo y tomó malas decisiones.

Primero se fue a los mercadillos a vender fruta con un hombre que podía ser más que su padre, por edad y por la cantidad de hijos que tenía desperdigados por el mundo, a los que no les hacía ni caso. Él la manoseaba todo lo que le apetecía, y a ella en el fondo no le parecía tan mal porque se sentía deseada. La satisfacción que da ser el centro de los placeres de otra persona es una droga que insufla la autoestima. No le pagaba demasiado pero llevaba frutas y verduras a casa y se pasaba el día fuera, incluso en otros pueblos, además con lo que ganaba podía darse caprichos que antes ni podía soñar.

Cuando tuvo un novio de su edad, él se puso celoso y ella reía. Le parecía divertido verlo en ese estado de furia descontrolada, le pedía explicaciones, le hacía preguntas constantemente, y eso era divertido, sobre todo porque ella se negaba a contestarle. Se lo tomaba como un juego, pero a él no le apetecía jugar a eso. Un día llegó en la moto con su novio y se besaron eternamente delante de él. Fue cuando perdió los nervios, le gritó, la zarandeó y como ella reía, le pegó. Ahí acabó todo. Eu consiguió escabullirse más que nada por el revuelo que se montó y salió corriendo sin mirar atrás. Cuando llegó a casa con la noticia, temblando y llorando, alguno de sus hermanos mayores dijeron que tenía que aguantarse, que era una niñata y que a lo mejor se lo había inventado. Fue un punto de no retorno en su ánimo y su orgullo.

Esa noche cogió una de las bolsas como de deporte que había en su casa, metió su ropa y un puñado de bisutería y maquillaje barato y salió para no volver. Sabía que no la buscarían. No era mayor de edad, pero que alguno dejara hueco era considerado una bendición. No tenía donde ir, pero hasta debajo de un puente estaría mejor, al menos así nadie le obligaría y sería dueña de sus equivocaciones.

Su segunda equivocación fue pensar que el amor es eterno, fuerte y milagroso. El novio desapareció y se negó a echarle un cable. Si ella se había ido de casa era su problema, con lo que ganaba no podía hacer gran cosa y no estaba dispuesto a atarse tan seriamente con nadie. La gasolina de la moto no se pagaba sola. Le dijo amistosamente que se fuera a su casa, que agachara la cabeza y volviera al cobijo de sus padres, que no era lo mejor, pero estar tirada en la calle, lo era aun menos.

A los diecisiete años por cumplir, sola y con el corazón roto aprendió lo duro y difícil que es llorar amargamente, con el dolor tejido en el alma, y no tener a nadie cerca a quien pedirle que te seque las lágrimas. La imagen era desoladora, se le veía aún más delgada, más indefensa, más perdida. Lloraba en la estación de trenes, que era el único sitio donde se le ocurrió que podía estar. Los trenes salían y llegaban, la gente pasaba y ella perduraba, en una esquina, sin comer y sin dejar de llorar.

Se sentía dolida. Lo peor era la traición del amor. Ella pensó que vivirían juntos para siempre, que le quería de verdad, que sería un amor eterno y de película. Que sus hermanos o sus padres no la apoyaran no era una sorpresa, sabía que no podía contar con ellos. La bofetada que le pegó su jefe ya no dolía y casi estaba olvidada, pero lo de él y entonces volvía a llorar con la angustia aferrándose a su cuello.

La noche estaba llegando y pronto la echarían, su ciudad era pequeña y no mantenían la estación abierta toda la noche. Miró el tren que iba a salir y sin dinero ni billete decidió que era su única oportunidad. Había oído en las canciones que no había que perder los trenes que pasan por la vida y este era el suyo. En algún momento la descubrirían, no sería fácil esconderse, pero tenía que intentarlo. Nunca había viajado en tren, suponía que había un chofer o alguien encargado de los billetes, a lo mejor no la veía, igual conseguía que se apiadara de ella. El tren iba a la capital, seguro que allí conseguía un trabajo bueno, un novio que la quisiera, una vida normal. Seguro que allí se solucionaba todo. Conforme iba imaginando se iba animando cada vez más, las efervescencias cuasi adolescentes estaban en plena ebullición. Las de cosas buenas que le podían suceder en un sitio así, se repetía.

Eu subió al tren. En su ciudad nunca más supieron de ella.

 

BIENVENIDOS

Pasad, vamos…Entrad, no seáis tímidos. Es vuestra casa tanto como la mía. Podéis entrar y curiosear lo que queráis. Hay cierto desorden, pero espero que en estos días esté todo arreglado.

Se me hace extraño daos la bienvenida después de tanto tiempo juntos, pero es mi deber de anfitriona del nuevo hogar. Mañana todo volverá a ser como siempre y llegarán las historias, las gotas usuales, unos días mejores y otro días menos mejores, pero cotidianas y subjetivas, como siempre.

Para mí tener mi propio dominio y ser dueña de pleno derecho de estas 15 gotas ha sido un paso grande y he hecho realidad un sueño. Incluso puede que os invite a comer para celebrarlo. Una fiesta de inauguración. Algo habrá que hacer…la ocasión lo merece.

Gracias a todos.