Yo me crié en una casa enorme, de techos altísimos, con más de decena y media de habitaciones y un pasillo eterno. No sé si he contado alguna vez que cuando era muy pequeña para llegar del cuarto de estar al baño iba en triciclo porque la distancia se me hacía tan eterna en pasos pequeños, que corría el riesgo de no llegar a tiempo a sentarme en el trono (me encantaba cuando mi abuelo me decía que estaba sentada en el trono, eso es glamour y lo demás es tontería). También tengo que reconocer que siempre he sido poco sacrificada para los esfuerzos físicos, el triciclo me salvaba de la caminata.
En mi casa se vivía, y se vive, con una fusión de la cultura nacional y los modales británicos. Como buenos mediterráneos la matriarca -mi abuela- es la que va dejando su impronta y ella se educó así, por origen y por el internado al que acudió desde muy pequeña. Así que sin necesidad de un Observatorio, fundación, o departamento del Estado o de la comunidad autónoma pertinente, la andaluza en mi caso, hemos conseguido la unión sin traumas de dos culturas diferentes. Como toda buena familia que se precie, además de una cantidad enorme de metros cuadrados y unos fantásticos muebles de madera de caoba, mi casa tenía un fantasma. Nuestro fantasma no era nada grosero y por supuesto jamás tuvo un gesto de mala educación, que para eso somos personas de bien. Por las noches se le escuchaba andar por el pasillo, era sigiloso, así que no se le podía afear su conducta. Él no nos molestaba ni nosotros a él. Lo que sí es cierto es que a veces nos escondía las cosas, pero como siempre es más agradable pensar bien de una persona que mal, entendíamos que era un préstamo, es decir, que le hacía falta. Había ocasiones en las que había más de cincuenta vasos disponibles y en otras ocasiones no más de diez. El comentario entonces era el de siempre: «el fantasma lo ha necesitado». Hay que reconocer que jamás se lo quedaba demasiado tiempo y salvo algunas contadas ocasiones todo regresaba a su lugar.
Por supuesto ni nos daba miedo, ni me daba pánico pese a mi corta edad, era algo tan natural como tantas otras cosas de familias presuntamente normales. Prefiero mil veces un fantasma que un familiar bostezando y estirándose en mitad de la mesa, por ejemplo. Incluso tengo que reconocer que yo me sentía mucho mejor sabiendo que el fantasma estaba ahí. Era nuestro espectro, conocido y amigable, seguro que así evitaríamos la llegada de otros que cualquiera sabe con que intenciones venían o de que familia provenían.
Cuando dejamos esa casa, con gran dolor de mi corazón, el fantasma se vino con nosotros como el buró de teca, las vajillas de la Cartuja y las toallas de hilo. Y no es que lo esté «cosificando» que para mí no es objeto, pero como no tengo claro que etiqueta colgarle, mejor lo dejo así. Tres traslados más tarde, sigue con nosotros, no sé si es que se está haciendo mayor o no tiene necesidad de tantas cosas -igual en el más allá se ha vuelto asceta- pero ya no desaparecen las cosas de igual manera.
Durante unos años, en otra de las casas en las que vivimos, tuvo que compartir etereidad con el antiguo dueño de la casa que tuvo a bien aligerar su tránsito al más allá pegándose un tiro justo en la habitación donde yo dormía. Me cabe la duda de si eso fue lo que le ofendió. Este fantasma, el del disparo, sólo dejó un par de estampitas, no se llevó nada, y luego no nos acompañó al siguiente domicilio, pero me quedará siempre la duda de si se ofendió por no haber estado en exclusiva.
Después de casada, en mi propio hogar, tuve otro fantasma, que es el que me acompaña ahora, el hombre vestido de marrón del que ya escribí. También se muda conmigo y no suele esconderme cosas, sólo aparece de vez en cuando y sonríe. Pero cuando llego a casa, mi casa, la de siempre, siempre tengo un saludo íntimo y familiar para el fantasma, el de siempre, que también es parte de mi familia y yo estoy educada de británicas maneras.
este me ha gustado mucho por el tema