Si tienes uno de esos amigos que parece que se han tragado un libro de autoayuda, se han convertido al Benedittismo (no confundir con los sesudos monjes), confían a pies juntillas en Jodorowsky, y te recomiendan libros de Cohelo e incluso, aún peor, te los regalan, es probable que lo hayas pasado. Si has acudido a consolar a alguien que ya te lleva ventaja en el noble arte de beber copas, y en su dominio de la técnica de la llantina y la libación, se encuentra en plena exaltación de la amistad y la filosofía de los veinte duros, estoy convencida de que lo has vivido. O si por casualidad has cogido en mitad de la siesta, adormilado y medio zombie, el teléfono (¡fijo!) a la que hace las encuestas, esa de no se sabe qué producto, para no se qué agencia, es probable que hayas sufrido la gran pregunta
La pregunta no es otra que la madre del sentir. La segunda piel del ser humano, si eres súper héroe entonces es la tercera. El Santo Grial de nuestras respiraciones en soledad o al unísono -corazones que laten al mismo compás, que dijo un cursi que nadie amordazó a tiempo-. Por supuesto esa incógnita a despejar no es cuál es tu equipo de fútbol, ni siquiera es la de conocer tu credo o tu religión, tampoco si te importa saber de dónde venimos, y muchísimo menos cuál será tu voto en las próximas elecciones. La pregunta es: «¿tú eres feliz?».
En el momento de recibir la pregunta, solo ante el peligro, tras el disparo a bocajarro, se hace una valoración sui géneris y mientras se te ocurren una cantidad ingente de horrores y dramas que podían sucederte y no te ocurren, acabas contestando que bueno, sí, eres feliz, siempre se puede estar mejor pero que no estás mal. No despreciar a los extremos, por aquello de la campana de Gauss. Por un lado, los que son felices como si vivieran al final del arco iris, montados en unicornios y comiendo chocolate (sin engordar) y los que su vida es un devenir de tragedias -reales e inventadas- y todo lo que les sucede está a punto de provocar un cataclismo, un holocausto nuclear y un fundido a negro.
Mi particular visión es que hay preguntas que no deben hacerse, es cuestión de educación, de protocolo, de saber estar y de paz social. No estoy exagerando. Te ponen en tal compromiso que prefieres ir a un velatorio. Incluso creo, y ahora entran en juego las conspiraciones juedeo masónicas y el señor De Vicente de «Cuarto Milenio», que las hacen para verte desconcertado, con el razonamiento lento, incómodo y mientras, ellos, situados en la zona de confort que produce la superioridad, relamiéndose como un gato delante de un saltamontes.
Reconozco que la pregunta que más me ha extrañado, la que más perpleja me ha dejado y la que sin duda nadie ha superado, me la hicieron hace unos ocho años. Acaba de estrenar los treinta y ya era madre de dos preciosas hijas. Empezaba la primavera en Granada, es decir, seguía haciendo frío. El ilustre barrio del Realejo moría a mis pies mientras yo, frente al Puente Verde, esperaba el glorioso autobús urbano. Pocas cosas pueden hacer más ilusión en esta vida que ver llegar el autobús cuando tienes las manos congeladas, y nada puede decepcionarte más que verlo lleno y que el chófer no tenga ni opción de abrir la puerta.
Esperábamos sentadas, la pequeña aún en su carrito. Yo cantaba tonterías para que estuvieran entretenidas. Mi familia tiene banda sonora, un puñado de grandes éxitos musicales que he ido componiendo a lo largo de caminatas, esperas y tardes eternas. Música y letra de composición propia, conste en acta (dix points, ten points). Se sentó entonces una señora de las que se pegan a ti aunque haya metros libres porque parece que te necesitan de referencia para poner su amplio trasero. Por supuesto provocó que yo me removiera incómoda, me moviera en dirección contraria, pero sin dejar el anhelado asiento que a esas horas de la tarde ya estaba cansada.
La señora, que no debía de tener móvil, nos miraba sin disimulo alguno. Yo seguía en mi mundo que eran ellas dos y el bus 33. Incapaz de contener su verborrea me dijo: «Son muy distintas, una tan blanquita con esos ojos tan verdes. La otra tan morena con los ojos tan oscuros…» Yo asentí con la cabeza, con miedo, despacio, conteniendo la respiración, temerosa de que la mínima palabra fuera pie para que no callara. Tampoco podía decirle mucho más, su comentario era obvio. Y de repente, después de unos diez minutos de inexistente amistad, con toda la tranquilidad de la que disponía la buena mujer, me preguntó: «¿Son del mismo padre?». WTF!!!!
Contesté que sí porque no tuve reflejos, se aprovechó de mi desconcierto, pero ese día empezó mi cruzada particular, nadie me haría sentir inferior por una pregunta incómoda…
… Te ha faltado Walter Riso…