«LEE, COÑO, LEE»

No hace mucho, en medio de una bronca brutal y por escrito – que estoy segura de haberme merecido, pero no sé si en tan dantescas proporciones- alguien que presuntamente me estaba ayudando, me fusilaba. No dejo de pensar que así lo hacía. Ponerme en el paredón como técnica de autoayuda inducida no deja de ser novedoso, pero reconozco que fue útil. Como tal me tomé ese chorreo de letras en fila que concatenaban insultos vestidos de cultismos y palabras malsonantes derrochando brutalidad lingüística. En un momento dado me espetó: «Y lee, coño, lee, déjate de leer a George RR Martin y mierdas mal traducidas. Lee clásicos, lee grandes, lee a Delibes, a García Márquez. Déjese la vida en las páginas de los libros de verdad». Al otro lado de la escritura, como una dolorosa del Barroco, me caían los lagrimones. Primero porque soy más sentida que un luto, luego porque me parecía que estaba defraudando a quien me zarandeaba intelectualmente y tercero porque tenía razón. No hay nada más lamentable que saber que no tienes de tu lado a la poderosa Verdad.

Yo que tantas mujeres he sido, también he sido una lectora empedernida que no ha dejado de leer. Reconozco que ahora me pongo más al día en los periodos estivales y traslado libros atesorados durante el año a mi lugar de vacaciones. Lo sé, es como si fuera una estereotipada mujer, mayor de treinta y cinco años, de esas que forman grupo grueso en  las estadísticas del Cosmopolitan. Reconozco que es patético, trágico. Todo lo que he renegado ser. Acabo de confesar algo tan lamentable de mí misma, que disimularé en este instante, no sé si rompiendo a cantar o transcribiendo la receta del pudding de pan que triunfa en las Navidades familiares, algo tengo que hacer.

Sigamos en el barro. Para destrozar mi dignidad haré público que tengo tres libros empezados a la vez: uno de Hammett, otro de Delibes y el que jamás terminaré de Pérez Reverte (hace más de año y medio que duerme a mi lado, un amante fiel y paciente pese a mi desdén). Toda mi vida dije que ni subrayaría un libro -y ya dejé aquí por escrito que lo hice- ni me leería más de uno a la vez porque era una infidelidad, ponerle los cuernos a un libro con otro, robarle su tiempo, quitarle sus suspiros, compartir su amor. Me estoy negando tanto a mí misma que voy a acabar llamándome Pedro.

Quizás por su extensión lo que más leo son artículos, de todo tipo en cualquier formato o plataforma, al cabo del día intento leer el máximo posible, salvo que sean de la Jot Down, que todo el mundo sabe que convalida cada artículo por una asignatura de libre configuración de cualquier Grado, incluido el de Medicina; para esos necesito disponer de mucho tiempo libre y no puedo leer más de un par de ellos. Pero hoy cuando me leí uno de bares, de Tallón en su blog, me hizo recordar un bar de Santiago de Compostela a intempestivas  horas.

Yo una noche estuve en el «Corzo», el bar de cabecera de Alvite. Creo que eran las mil de la madrugada, más o menos. Cuando bajé las escaleras pensé que al llegar al final habría perdido tantos años que alcanzaría la barra gateando. Tuve la impresión de entrar en el túnel del tiempo y  haberme plantado en los setenta. Era miércoles, si mal no recuerdo, y había dos parroquianos borrachos de ginebra y tres señoras maduras, en edad y alcohol, dándolo todo en la pista de baile. El «Corzo» es un bar con pista de baile, barra acolchada y rodeando al espacio de danza, sillones de higiene distraída  -al menos entonces- a ambos lados de una mesa, parapetados en cubículos abiertos. No necesité encontrar un gran autor porque yo iba con él, pero cuando me acodé en la barra fui testigo de dos cosas maravillosas. Una, que se podía fumar de manera ilegal, lo más parecido a una timba o un club durante la estadounidense ley seca que podría encontrar en mi vida; la segunda es que sonaban «Los Chunguitos».

Allí estaba yo, en el bar de la leyenda negra de la crónica de Alvite, con un bourbon y un Chester, esperando oír a Chet Baker y sentirme femme fatale y lo que había era tres señoras taconeando desmadejadas. No tuve hueco a la desilusión, solo a las carcajadas. Mientras interrumpían al autor una y otra vez, yo llenaba los ojos de imágenes y en mi cabeza releía una y otra vez las fantásticas historias que había vivido, a través de la lectura, en ese lugar. Cuando por fin Alvite tomó conciencia, llamó al barman, lo miró fijamente y con la voz rota de humo le dijo: «Déjate de mierdas y pon música».

Sonó Sinatra. Las señoras salieron como de un sueño y se entrechocaron como moscas contra el cristal, los parroquianos empezaron a discutir entre ellos, en un gallego que a mí me sonó a inglés neoyorkino porque me convenía y para Alvite se hizo el silencio. Ahora sí era todo lo que había leído. Y lo que sin duda, este verano, tendré que releer.

6 comentarios en “«LEE, COÑO, LEE»

  1. Independientemente de su crudeza, el consejo que le dieron es buenísimo. No sé por qué, pero he perdido la capacidad de concentrarme y me cuesta horrores leer. Desde esa dificultad decidí no leer nada malo en literatura. Leo ensayo y clásicos. No sé si está bien y no sé quién decide qué está bien y qué no. Pero funciona. Al menos a mí.

  2. Lo de los ensayos es vicio. Política, economía y cosas así. Lo de la literatura es lo importante; me es más fácil leer cosas muy probadas y así, poquito a poquito, vuelvo a leer (por esa dificultad para la ficción me sorprendió engancharme a su “instante”).

  3. Coincido en el buen consejo de que hay que leer, pero también creo que no se puede menospreciar ningún tipo de lectura. Me encanta George RR Martin, y ¿quién sabe lo que con el tiempo será un clásico? Desde su descubrimiento, 15 minutos para leer 15 gotas es uno de mis «clásicos».

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