LA PUERTA

Sonó el timbre de la puerta como si fuera la aldaba de un castillo erigido en lo más alto de una colina, con neblina alrededor y con murciélagos de media mañana en la oscuridad. Retumbó como cuando se rompe la hora en Calanda y su Semana Santa se traduce en estruendo de tambores. No hacía falta acercarse a la mirilla, esa cotilla uniocular que se empeña en incitarnos a espiar, porque ya se sabía quien era.

La prepotencia en la llamada, larga e intensa, luego el silencio crujiente que provoca una persona inquieta al otro lado de la madera inseminada de hierro. El sonido de la espera sin paciencia, la altanería del orgullo mal entendido.

La casa estaba muda. Llena de gente y muda. Ni una respiración agitada, ni un llanto. Incluso el perro de la familia comprendió que no era el momento de hacer una demostración de sus cuerdas vocales. La lealtad en ese momento era la rigidez y el silencio.

Volvió a sonar el timbre. Dos veces. Llamada larga, pequeño silencio, llamada larga. Un código morse que no representaba la «K» si no la chulería de quien pulsaba el sonido. Pero sin embargo no se oían los pasos alejarse del dintel. Estaba claro que sabía que en la casa había alguien, quizás había mirado si estaba el coche o había preguntado al portero.

Un sillón orejero de piel burdeos se vio abandonado por un hombre al que la cincuentena le hacía fornido pero elegante. Gozaba de ese momento masculino en el que clarean las sienes y no se adivina al adolescente que fue. Un hombre fuerte sin estridencias, robusto por trabajo más que por gimnasios.

No medió aviso previo ni sonido anterior, sólo la doble vuelta de una llave, la imperceptible, desde fuera, bajada de la manivela de la puerta. Y un suave chirrido de bisagras.

Dos hombres frente a frente. Uno había cambiado la prepotencia por unas lágrimas y un balbuceo, el otro seguía impertérrito y en silencio contemplando la escena, sin apiadarse de quien parecía fingir un dolor. Quizá fuera sincero, pero no cuadraba con el comportamiento anterior. Sólo el perro miraba la escena con cierta tensión, al lado de su amo, pendiente de las posibles novedades. Dispuesto a defender como sólo lo puede hacer un animal, dándolo todo.

El balbuceante pedía perdón, solicitaba una segunda oportunidad, clamaba por una mujer que al final del pasillo, sentada a los pies de su cama, recibía el abrigo de un abrazo materno.  Quizás ella, la madre, estaba más nerviosa, en sus ojos brillaban lágrimas tragadas, pero sin embargo no dejaba que traspasara a su exterior. Era el momento de consolar, de estar serena e irradiar tranquilidad. Los sacrificios maternos son a veces extremos.

Mientras, en la puerta, algún que otro conato de grito con nombre de mujer. Esa mujer, la que se puso en pie y fue frenada dulcemente por su madre cogiéndole de la mano, como cuando guiaba sus primeros pasos. «Mejor no» susurró.

En la puerta sólo hubo una frase más: «Hazme el favor de irte de aquí. Tendrás noticias del abogado»

Se cerró entonces la hoja que guardaba la paz familiar. Fue sin estridencias, sin portazos, sin mostrar ningún tipo de odio. Al otro lado por fin los pasos hacia el ascensor. El cancerbero de la familia entendió que debía estirarse a lo largo de la puerta, en paralelo al felpudo del otro lado. Por si acaso. Mejor allí.

El padre se acercó a su hija y le besó en la cabeza como hacía cuando marchaba a trabajar y ella aún usaba uniforme escolar. Ni una sola palabra, una caricia que bajaba de los hombros a los codos y una mirada cómplice con la mujer que desde hace tanto tiempo era su compañera.

La hija rompió a llorar, otra vez, surcos de lágrimas por las ojeras. Al volverse a buscar el cobijo materno una fugaz mirada al espejo le señaló los cardenales de su cuello con las huellas dactilares de quien antes solicitaba perdón. Se estremeció sin reconocerse al tiempo que oía como el puño de su padre atravesaba, de un puñetazo, la puerta del cuarto de baño…

 

 

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