Soy partidaria de las redes sociales hasta cuando destilan odio y nos pone delante del espejo la sociedad que somos y jugamos a no ver porque así nos creemos mejores. Es difícil que yo me queje de este mundo impalpable y sideral porque son, en ocasiones, mi ventana al mundo cuando no puedo encontrar otra manera de adentrarme en él.
Pero voy a encontrar un fallo, una tara que a mí personalmente (vuelvo a recordar que mis opiniones son personalísimas y no crean tendencia) se me hace cuesta arriba: el exceso de originalidad para las fotos. No estoy en contra de los selfies, ni que se fotografíe la comida, participo en ocasiones de ellos y me resulta divertido plasmar y compartir los momentos que vivo o conocer a otras personas a través de ellos. Pero esa vuelta de tuerca innecesaria hace que se llegue a situaciones grotescas, sobre todo si estás viendo como se hace la foto.
Durante este viaje a Roma pude ver como todas las nacionalidades se añaden a ello. La globalización era esto amigos. Saltos conjuntos en Piazza Navona, chicas tiradas por el suelo con pinta de cadáver que se ha desparramado desde un noveno piso, esfuerzos por jugar con la perspectiva para sujetar la cúpula de San Pietro…Echo de menos la foto tradicional, sin filtros, y donde alguien sonreía con un monumento al fondo, lo reconozco.
Admito que a veces estoy tentada de imitarlos, justo a su lado, a ver si así son conscientes de lo extraño que queda y lo poco natural, pero mis familiares se empeñan en decirme que no es de buena educación… Esto último me sucedió en el Castillo de Sant´Angelo, había dos chicas jugando a ser modelos. Una se ponía de puntillas en sus fotos, mientras la amiga revoleada en el suelo captaba la instantánea. Posaban como si fueran a salir en el Vogue y llegarían como mucho a sus seguidores de Twitter, que supongo que serán muchos, no digo que no. Resultaban tan ridículas que todo el mundo las miraba mientras ellas, riendo como las quinceañeras que no eran, se creían Gisele Bündchen. Estoy convencida de que eran de las que ponían luego muchas fotos en bikini buscando el aplauso mojado masculino.
Si me fijé en ellas fue por lo reducido del espacio y porque otras personas buscaban el mismo punto de la foto, el del Ángel, claro, que para eso es el que da el nombre al Castillo…Las olvidé tan rápido como bajaba las escaleras y me centré en lo importante, disfrutar de cada centímetro de esa ciudad que me absorbe y me encandila.
Pero como todos los caminos conducen a Roma, las volví a ver, una con un inusual vestido de leopardo, corto y de tirantes y la otra con un minúsculo peto de pantalón corto rosa. Se colaban en el Vaticano. Había cierta fila para pasar el control de seguridad, al sol, nada eterno pero ellas saltaron la valla y quisieron colarse. A mí no me afectaba, yo ya había casi pasado, pero tras el murmullo general, una familia, de buenas maneras les indicaba su «error». Volvía la risa infantilizada y el placer de sentirse observada y yo me avergonzaba de parte de mi género. La vergüenza ajena es algo que no puedo remediar. Cuando ellas salían rumbo al final de la fila unos chicos las pararon para añadirlas a su grupo, finalmente lo habían conseguido.
Los chicos no eran los más guapos, pero tampoco los más feos. Quizás ellas les parecieron inalcanzables o una oportunidad de triunfar en esa pesada y calurosa tarde romana, el caso es que dejaron de lado su dignidad y su dolor de pies y rieron las gracias de aquellas dos chicas. «¡Qué barato se venden!» pensé, pero admitiendo lo lícito de la maniobra no pude menos que sorprenderme de que aquél grupo no viera lo bajo que estaba cayendo delante de tanta gente.
Reconozco que me fastidió que se colaran porque había niños, personas mayores, todos civilizados sin protestar y los «listos» y las «listas» siempre me han caído mal. Pero me fijé en su atuendo y sonreí. No llevaban mochila y la fiesta estaba asegurada, sólo dependía de si los siguientes hombres sí usaban su dignidad.
Desde arriba pude comprobar como el personal del Vaticano les echaba hacia atrás por no llevar la ropa adecuada ni tener el famoso trapito que ayuda a acceder a los templos religiosos. Ellas hacían arrumacos y se deshacían en sonrisas, pero aquellos trabajadores de manera firme les echaban a un lado. Los que antes les salvaron de la cola hacían gestos de desesperación y les confirmaban que las llamarían…ilusos…
Menos mal que he conocido hombres que sí que merecen la pena. Sería horrible que todos fueran tan fáciles de comprar. No hablo de varones que labren el camino de la santidad, sino que son fieles a sí mismos, sean lo que sean. Siempre me pareció menos peligroso un canalla a puerta gayola que va de frente que un santo con rabo de Lucifer, ustedes me entienden.
Por supuesto también las mujeres sufren momentos de indignidad….pero eso lo analizo otro día. Puede que delante del espejo…
Me apetece decir lo que me ha gustado y lo de acuerdo que estoy
Muchas gracias 🙂