NOSTALGIA EPISTOLAR

Reconozco que soy una enamorada de algo tan extinguido como una carta. Ahora sólo nos escriben con facturas y a mí ni eso, que descubrí la ventaja del correo online para los malos ratos económicos. Recomiendo sinceramente esta opción por dos razones básicas, la primera es que no sientes la tensión del sobre sin abrir sobre la mesa y la segunda, es que es muy cómodo cuando -como es mi caso- cambias de casa más que de marido.

Aunque bien pensado, eso no son cartas, no es personal e íntimo, no hay una sensación de familiaridad, ellos escriben y nosotros, con cierta resignación, aceptamos el mandato del sobre alargado. No hay reciprocidad. La respuesta a la misiva es íntima, generalmente una mueca de desagrado, un gesto de dolor, una maldición al más estilo mafia hollywoodiense y, salvo herencia imprevista o devolución de la renta, pocas veces un grito de júbilo o una ancha sonrisa franca.

No puedo dejar de sentir nostalgia de escribir cartas y aún más de recibirlas. La ilusión de descifrar la letra de quien dejaba su impronta en el papel y el esfuerzo por hacer legible mi letra para el receptor. El ritual previo de elegir un papel adecuado, la mesa despejada, la mente ebulliendo con historias que contar y sentimientos que escribir y el hándicap de terminar si hacer un tachón o usar algo tan poco elegante como un tipex.

Pese a su similitud con el esmalte de uñas, que de por si podría considerarse algo con cierto estilo, el corrector en brocha (ya luego llegaron otros adelantos como en bolígrafo con tripa de gestante o cinta a presión mediante engranaje de rueda para hámster) no dejaba de ser una inmaculada mancha que demostraba tu error, incluso tu inutilidad. El Tipex, señores, era el símbolo de la vergüenza del escritor amanuense. Reconozco haber empezado de cero una carta por haber dudado entre despedirme con un beso o un abrazo, y con la duda escribir un «abeso». Antes empezar de nuevo que dejar patente mi vacilación.

El otro día Tallón comentaba en Twitter que cuando fuera rico tendría un apartado de correos como signo de distinción. Lo es. Ante tal apertura de ojos sólo me quedó pedirle que me mantuviera informada para escribirle una carta. Bien pensado el apartado de correos es una incomodidad que te hace ir a la oficina a recoger tu correspondencia – ¡qué bonita palabra!- y sin embargo tiene un glamour indescriptible.

Durante una época de mi vida, en la que yo era joven y poco inocente, por motivos laborales unas veces y por amistad otras, estuve abriendo y recogiendo los envíos en un apartado de correos, además de los primeros números, que es como un nivel de antigüedad, como constatar que eres de buena familia de toda la vida. Está claro que cuando quedan libres números bajos se entregan al siguiente que lo pide, el último, como cuando coges número en la carnicería y se lo das a la última que llega sólo por el placer de armar la tercera guerra mundial en el rígido escalafón de «la vez», pero en mi caso no era así.

Reconozco que cuando entraba a la oficina de correos y me separaba de los demás transeúntes para acceder a ese enjambre de puertas brillantes y plateadas, me entusiasmaba. Además lo hacía con cierta superioridad -yo confieso-, con suficiencia frente a los mortales que iban a hacer cola a las ventanillas ya fuera a recoger el pedido del Venca, a enviar un paquete o a recoger una multa. Era el momento de diferenciación absoluta: ellos y yo.

Siempre envidié, no obstante, al servicio postal inglés. De la inmensidad de novelas inglesas que he podido leer a lo largo de mi vida, de las cosas que más me gustaban es que recibían el correo dos veces al día (supongo que semejante práctica ya se ha extinguido) y diferenciaban con toda la flema británica de la que disponen, entre el correo de tarde y de mañana. Nada puede ser más elegante. Bueno sí, que la carta recibida durmiera en una bandeja de plata ad hoc, ya fuera en el recibidor de la vivienda, en el despacho del señor, o en el salón de fumar (la cantidad de cosas maravillosas que me he perdido).

La carta perdió cuando dejamos de chupar el sello y pagar con ese gesto mucho más que el precio que marcaba, era el sacrificio humano del asco infinito por el amargor de la goma lo que aumentaba el valor de la misiva. Perdimos también, la esponjita humedecida que libraba de tal mal sabor por culpa de los sellos autoadhesivos. Perdimos cuando las hojas de las cartas femeninas dejaron de perfumarse y cuando, pícaramente -no sé si eso era de mujer un poco díscola-, dejaron de despedirse con el sello de un beso marcado con el rouge de labios.

Me gustaba el papel más estrecho que permitía mejor doblarse en tres, que el que obligaba a que fuera en cuatro y de manera menos bonita. Me gustaban los sobres de avión con los colores de la bandera británica, o francesa o quizás estadounidense. Me gustaba, tengo que admitirlo, escribir mis cartas con estilográfica y no con bolígrafo.

Supongo que en el fondo un blog es una carta sin destinatario cierto, algo así como la que le enviaba a los Reyes Magos. Quizás tenga algo de mensaje en una botella. Y hasta puede que alguien (y si es así por favor que me lo comunique) abra esta página como desdoblando por tres veces una hoja delgada, manuscrita con pluma de tinta violeta, después de desgarrar un sobre tricolor.

 

 

Un comentario en “NOSTALGIA EPISTOLAR

  1. Estimada Rocío,
    Tu carta venía en sobre lacrado, pero mi curiosidad me ha vencido y he tenido que abrirla.
    Me ha encantado tu carta Rocío.
    Abeso
    Fer

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