EL INSTANTE (IV)

Cuando llegó a la cafetería ya estaba él esperando. Ajeno a sus ideas, sin saber lo que ella quería decirle, recién llegado de un vuelo de horas eternas. Era la imagen viva del jet lag, casi viva. Se le veía cansado y aceptando que la cafeína era el único recurso a mano a falta de almohada. Así visto, a través de la cristalera, provocaba cierta ternura. La ropa arrugada y la incipiente barba sombreándole el rostro, le daba un aspecto taciturno, de hombre derrotado.
Esa ternura empezaba a hacer estragos en su corazón, el mismo que quería abandonar todo y no sin cierta cobardía, huir de un compromiso. Era consciente de que su afán por abandonar la relación era miedo al futuro, pánico a sufrir, no querer arriesgar por miedo a que saliera mal. Nadie te garantiza que una relación vaya a salir mal o bien, tienen sus momentos, a veces terminan, otras no, y en ocasiones es un desastre de proporciones épicas. Tampoco se sabe nunca nada con total certeza, eso era cierto, sin embargo para otras cosas con menos ingredientes sentimentales era mucho más atrevida.
Él la vio y le saludó desde la mesa y ella devolvió afectuosa el saludo y entró en la cafetería. El beso de saludo era de los que no se olvidan. Hay besos de compromiso, de rutina, de pasión encendida, pero este beso era de te he echado de menos. El intercambio de corazones por la boca. Porque ella se dejó llevar y devolvió el beso con la misma intensidad. Se dio cuenta de que sí que lo había echado de menos y que sus besos eran un buen sitio para estar.
Se sintió flaquear. Por escrito era todo más fácil. Despedirse de alguien que te está mirando a los ojos era complicado y mucho más si esos ojos que te miran tienen el cerco violáceo del agotamiento y algo parecido al amor.
Intentaba mantener la conversación mientras se analizaba. Hasta hace una hora estaba todo tremendamente claro. Llevaba días de reflexión. La decisión estaba tomada, era la frase que más se había repetido. No entendía que le estaba sucediendo ahora.
Él le seguía hablando de su trabajo, de las anécdotas del vuelo y de lo pesados que son los controles en los aeropuertos estadounidenses. Ella no se estaba enterando de nada pero asentía y sonreía. Demasiados pensamientos cruzados, algarabía de sentimientos, los ojos puestos en él y el pulso acelerado de desconcierto.
Cuando le trajeron el café el aprovechó para buscar algo en el bolsillo de su chaqueta. «Te traje un regalo». Le alargó una cajita envuelta en rojo. Era larga, estrecha, muy parecida a las de los bolígrafos o estilográficas. «Gracias, yo no tengo nada para ti». Él soltó una carcajada, estaba guapo cuando reía. En realidad todos somos más guapos si reímos. «No es Navidad, el que me he ido de viaje he sido yo». Con una sola frase había destrozado todo el esfuerzo por disimular su doble actuación, la de estar de cuerpo presente con la mente en todas aquellas cosas que pensó en frío y las que ahora sentía. Con lo bien que le estaba saliendo. Para salir del apuro empezó a desenvolver el regalo.
Abrió la caja conteniendo al respiración y había un llavero. Una bonita representación de la parte alta del edificio Chrysler, plata y cristales de Swarovski. Algo demasiado bonito para utilizar, pero lo haría. Era precioso. Le besó con verdadera agradecimiento. Era agradable recibir regalos porque significa que alguien ha pensado en ti.
Él seguía hablando, «este regalo se complementa con esto». Le deslizó un par de llaves por encima de la mesa. El corazón le iba a reventar. No sabía que hacer ni que decir. «Son las de mi casa, no quiero que te sientas presionada, ni obligada, pero quiero que las tengas, necesito que las tengas»…

EL INSTANTE (III)

Sonaba el teléfono que dormía minutos antes a su lado, en el sillón. Berreaba como un niño insolente encaprichado en una tienda de golosinas. Gritaba sin parar y no cejaba en el intento de hacerse notar y de que lo descolgaran. Bueno, descolgar era antes, cuando la baquelita formaba parte de nuestras vidas en forma de receptor y el chirriar de la rueda acompañaba al giro de muñeca extendida hasta el dedo índice. Ahora debía desplazar su dedo, acariciando la pantalla y ni siquiera ese indirecto gesto de ternura estaba dispuesta a realizar.
Al fin se calló. Se dio cuenta de que sudaba y que se había puesto nerviosa. El corazón le latía fuerte y el sonido de llamada lo tenía clavado en la sien. Tendría que cambiarlo, no podría soportarlo nunca más. Mandaría luego un mensaje y le diría que lo tenía en modo silencio y no lo había visto o que en ese momento estaba ocupada y no le podía contestar. La mentira como recurso escénico. Pánico escénico.
Benditos teléfonos con identificador de llamada. Antes existían dos opciones, ignorar la llamada y quedarte con la intriga de quién había llamado, o arriesgarte a cogerle a un vendedor, a quien odias o a quien estabas esperando desde hacía siglos. La ruleta rusa de la comunicación. Ahora sabes a quien estas dejando de lado.
El teléfono volvió a sonar y volvía a ser él. Estaba intentando posponer lo irremediable, se estaba complicando todo demasiado. No tenía ningún correo electrónico que mandar. Se había puesto demasiado nerviosa para escribir. Y el teléfono seguía vociferante e insistente. Ni siquiera había sido capaz de silenciarlo. Se estaba quedando sin reflejos, estaba dejando de ser ella misma.
Enfurecida por su falta de reacción deslizó el dedo. Contestó con un cierto regusto de agresividad que siempre podía confundirse con la prisa por coger el móvil cuando éste se pone a bucear al fondo del bolso y se esconde por los rincones. «¡Dime!» Era casi una manera de interpelar. Sonó raro. Tampoco se parecía demasiado a su voz.
Él quería tomar  un café y ella no tenía excusas a mano. Tendría que decirle mirándole a los ojos que no quería volver a verle, que no buscaba más en esa relación, que no le gustaba a dónde les dirigían los pasos. Odiaba la confrontación y seguro que pediría explicaciones que no podría darle porque simplemente ella no estaba dispuesta a seguir.
Aceptó el café, poco más de media hora de margen. Le daba tiempo a peinarse, a fumarse un paquete de tabaco y a intentar conseguir que los nervios le dejaran de afectar. No tenía lógica, iba a hacer justo lo que ella quería, de otra manera, pero iba hacia donde ella quería ir. No sabía como lo iba a afrontar. Tendría que improvisar. La decisión estaba tomada, sólo había cambiado la manera en la que comenzar a andar.

EL INSTANTE (II)

Cuando terminó de escribir la despedida empezó a arrepentirse. No es que dudara de su sentimiento, no se había planteado cambiar de opinión, pero no tenía claro si era el canal adecuado el que había elegido. Lo que ganaba la comodidad lo perdía la epístola.
La escritura era un acto de la subjetividad que se basa en la particularidad del lector. Alguien puede escribir una bella frase que sin el contexto adecuado o sin la predisposición a la bondad ajena, puede leerse casi como un insulto. Los matices del habla se pierden y hay que emplear muchas palabras para concretar un sentimiento.
Al releer el correo electrónico la sensación que le quedó fue la de que era demasiado impersonal y al no tener su entonación, su mirada y la caricia de su voz en su piel, igual lo podía mal interpretar. Era difícil transmitir lo que necesitaba decirle sin quedar brusca. Se le enredaban las ideas y las letras en el teclado al intentar confesarse. Nunca había hecho algo igual por escrito.
Volvió a releerse, por quinta o sexta vez, y le pareció farragoso, enredado, y en cierto momento hasta se odió a sí misma. Plasmada en la pantalla había una mujer cobarde, prepotente y desquiciada. Ella no era así y no sentía nada parecido a lo que su mensaje transmitía.
Lo más seguro es que tuviera que volver a empezar. Debería elegir mejor las palabras, plasmar con más exactitud los sentimientos, valorar no sólo lo que quería decir, si no cómo lo quería decir y de que forma para que quedara medianamente clara su intención sin que resultara ruda y descortés. Empezaba a angustiarse.
En realidad no era una relación tan larga como para tener reproches que lanzarse a la cara, no había lugar para las vulgaridades que florecen desde el rencor, a duras penas hubo disputas y las que hubo, terminaron en bellos y excitantes momentos de pasión. La decisión era clara, seguir hacia algo rutinario, lleno de confort y eternizado en el tiempo, con el riesgo de que empezaran a surgir recuerdos de malos momentos, o huir y guardar en la memoria todo lo bueno que surgió y que tuvieron. Optó por lo segundo y no tenía manera de llevarlo a cabo sin un mal trance.
Quizás él también deseaba que esto acabara. Esta idea la reconfortó. Puede que fuera un escape incluso. No lo parecía, más bien todo lo contrario, pero seguro que él tampoco había notado que ella quería acabar con esa dulce relación. No eran tan descabellado pensar que él también prefería parar ahora que todo era perfecto antes de que degenerara en un funeral sentimental.
Descartó el borrador y comenzó de nuevo. Esperanzada y con las ideas mucho más claras para entregarse a la tarea ingrata de vaciarse en el teclado. Esta vez lo conseguiría. Se recostó ordenando las frases en el aire cuando la distrajo el teléfono.
Era él.

EL INSTANTE

Igual si se hubiera dejado llevar, no estaría en el lugar en el que se encontraba. Su racionalidad le hizo subirse un peldaño más arriba en el orgullo. Fue como tabla de salvación, como defensa propia, no como necesidad de ampliar su soberbia. La decisión estuvo meditada, sopesó todas las dudas presentes y futuras, pero una vez tomada, el pensamiento se convirtió en meta y ya nada le podía hacer cambiar.
Solía ser voluble, chispeante y divertida. Adoraba los planes dentro de un orden, odiaba que se los cambiaran, pero de la misma forma evitaba que éstos fueran rígidos como un corsé, ella necesitaba que su agenda (emocional, laboral, o festiva) fuera un vaporoso vestido de lino. Quizás mejor un sinuoso y adaptable vestido de licra. La cuestión es que las tareas y las decisiones le dejaran ser ella misma.
Había pasado ya varios días, horas de soledad reflexiva en las que se dedicó a valorar la decisión que había tomado justo en el momento en el que girándose sobre sus talones supo decir adiós, cuando en realidad quería correr en su dirección y colgarse para siempre de sus besos. No quiso precipitarse, tampoco obcecarse en el sentimiento que había tenido en ese instante.
Valoró y sopesó las distintas alternativas. Podía dejarlo todo igual, acomodar el pensamiento entre los cojines de los sofás de la rutina y hacer como si no hubiera sentido nada. Tenía la opción de discutir esa necesidad de decir hasta siempre mientras el corazón pedía anclarse a su lado, esto lo podía hacer con amigas o con él mismo, y las dos opciones saldrían mal. Las amigas acabarían odiándolo y ella no quería eso, era un buen hombre, y si discutían juntos el recuerdo, que ahora era luminoso, intenso, sobrecogedor y con ciertas capas de cariño, se volvería gris y tormentoso. No quería cruzar la línea del odio. Como todas esas opciones no le hicieron serenarse, empezó a moldear la que sería la decisión tomada, la meta a la que solo le faltaban varios pasos para llegar.
Su falta de memoria le recordaría siempre.
Se sentó frente al ordenador y comenzó a escribir sin rencor, llena de cariño.
«No vas a tener más remedio que soñarme…

DON HILARIÓN Y EL CONTESTADOR

Los tiempos adelantan que es una barbaridad, decía Don Hilarión en la Verbena de la Paloma. Don Hilarión, ese personaje tan castizo que era un listo, se sorprendía de los avances. No quiero ni pensar qué asombro tendría a día de hoy. Me lo imagino, iPhone en mano, a tan «apuesto» galán dedicándose a buscar entre los perfiles de las redes sociales «cuál de las dos les gusta más». No sé que pensarían la morena y la rubia, por mucho que fueran hijas del pueblo Madrid, de los mensajes privados que Don Hilarión escribiría. Me queda la duda de si ellas tendrían twitter, supongo que sí, y decidido esto, si serían educadas y glamurosas  sin faltas de ortografía, o si pertenecerían al chonismo absoluto, el de las de selfies con morritos. Reconozco que aunque vestidas de chulapas no acierto a definirlas, las colocaría en el segundo grupo. Igual lo mío es pura maldad.
Seguro que don Hilarión tendría en su perfil una foto de Fassbender.
Aunque no lo parezca, yo sólo quería sorprenderme de lo rápido que evolucionan las cosas, y Don Hilarión se ha interpuesto en mi camino -algo querrá, igual ha visto mi cuenta de Twitter-.
Hoy en día, retomo la idea primigenia, la de que estamos avanzados, es fácil acceder a nuestra cuenta del banco de manera on line, unas claves (larguísimas), un entorno seguro y puedes realizar cualquier tipo de operación o de consulta. No sé si recordaréis, hace unos quince años, (que no es tanto tiempo), cuando la consulta se hacía de manera telefónica. La marcación te identificaba y una voz metálica y desagradable te daba acceso a unas operaciones muy limitadas, nada que ver con lo de hoy en día. En ocasiones la marcación no iba y entonces se suponía que te reconocía por la voz.  Había que cantar números principalmente. Nada complicado.
La centralita de La Caixa y yo sabemos la de rato que hemos estado juntas. Esa máquina fue mi mejor amiga. Hubo un tiempo en el que hablábamos tanto, (ella me decía «no le he comprendido, repita por favor»), que estuve a punto de hacerla madrina de mi hija mayor.
Parece ser que pese a que mi acento no es excesivamente andaluz y que me esforzaba en pronunciar todas las eses, ces y zetas, aunque no me comía ni aspiraba ninguna letra, sabiendo que mi dicción no tenía que envidiar a los vallisoletanos, no conseguía que me entendiera. Acabé pensando que era una conspiración digna de Cuarto Milenio, un complot por el que querían que los que marcábamos con prefijo de fuera de Cataluña, nos sintiéramos mal y la llamada al 902 se eternizara para aumentar su beneficio…Pensé que era una estrategia para sentirse superiores frente a los que pasábamos minutos creyendo que no sabíamos ni hablar.
Menos mal que les dio por avanzar y por fin me vi libre de la conversación con aquella que yo pensaba que era mi amiga, pero que en realidad me estaba utilizando, usándome para conseguir sus intereses. Ahora sólo tecleo y a veces repito los números en voz alta para darme el gusto. Lo que no tengo tan claro es si Don Hilarión tiene Twitter, por si acaso, voy a mirar…