Ayer tuve miedo. Miedo atroz, del que te paraliza. Nunca había tenido este tipo de miedo y hay que reconocer que tengo sobrada experiencia: no soy la mujer más valiente que hay.
Hay miedos que te hacen ser fuerte y seguir adelante. Miedo que espolea. A ese miedo yo estoy acostumbrada, es el que hace huir hacia delante. Es un miedo «materno», que organiza, dispone, llena tuper de comida por lo que pueda pasar y atiende a los demás. Este miedo lo sientes y no le dejas lugar en tu cabeza, es sólo una voz al final, un eco afónico, avanzas por miedo y casi lo olvidas.
Conozco el miedo latente, siempre está ahí, miedo de guardia. Es el que me produce que mis hijas no están bien o les pase algo, el miedo a que se sientan tristes, sufran, maduren a base de golpes -como todos- y yo no pueda hacer nada por ayudarles. Y en ocasiones, además, no debo ayudarles porque tienen que aprender solas.
He vivido el miedo escénico, el de hablar en público, el de no cumplir las expectativas, el que me producen los bichos, el que de niña me hacía encender la luz antes de entrar al baño…
Ayer, por primera vez en mi vida, tuve miedo un miedo nuevo, miedo a morir. Me ahogaba levemente a cuentas del coronavirus, no podía respirar bien, me entraba aire por la nariz pero no llegaba, no me llegaba, boqueaba como un pez fuera del agua y no tenía la sensación de los pulmones llenos, algo tan fácil y natural. Me ahogaba y me empezaba a poner nerviosa y mis nervios hacían que me ahogara más. Sentía una losa en el pecho. Me latían las sienes. Intentaba distraerme y no podía. Tosía y tosía, hasta darme la vuelta, hasta tener arcadas, hasta notar crujir mis costillas y el esternón. Me decía a mí misma que las personas realmente graves necesitaban un respirador y yo seguía respirando sin uno, me intentaba convencer que todo estaba bien y que yo misma me estaba poniendo peor…pero después de dos años de pandemia la cabeza es difícil de controlar.
Tuve miedo de no volver a sentir los besos, las caricias y los abrazos, pánico a no ver a mis hijas convertirse en las mujeres que ya casi son. Pensaba: ¿cómo voy a darle este disgusto a mi madre?
Qué mal se razona con miedo y después de una noche de insomnio total. Qué mal se piensa cuando en tu cabeza solo hay información negativa porque las cosas buenas no aparecen en un ataque de pánico.
Lloré y lloré. Temblaba como si estuviera mojándome en mitad de una tormenta e hice todo lo que se espera de una persona más normal: disimular y seguir como si nada. Puede que ese sea mi súper poder, yo sé disimular.
Hoy me levanté mejor y el miedo ya no está, pero he aprendido. Ahora soy aun más consciente de la vulnerabilidad de los cuerpos, de lo efímero de la vida, de la suerte que tenemos y de que un diazepam a tiempo es una victoria.