LUJO

Mantengo desde hace décadas que para mí el lujos son: espacio, viajes y libros. El espacio es una casa grande donde no haya que mover tres cosas para acceder a lo que se busca y donde la sensación de ahogo no sea la común. Los viajes de cualquier tipo van llenando la vida de recuerdos, vivencias y anécdotas que al final de nuestros días es lo que va a quedar (o lo que vamos a olvidar). Y los libros son mi pasión, ha habido otras, hay otras, pero siempre y en primer lugar están los libros, los de siempre, los de papel.

Yo era una niña muy buena que se fue estropeando con el tiempo y no tengo en la mochila de los traumas muchos castigos más allá de un lenguado que me comí a la hora de merendar después de haberme puesto farruca a la hora del almuerzo (¡quién pudiera acceder ahora a esos lenguados recién pescados que le traían a mi madre!) y un año entero sin que me compraran ropa por haber dicho que todo era muy hortera y no tenía que ponerme. Y había algo más, a veces no me dejaban leer. No era el castigo de no leer de madrugada, es que -por poner un ejemplo- terminaba «El camino» de Delibes y volvía a empezar por el principio.

Menos mal que la biblioteca de casa era inmensa, mucho mejor que la municipal, y mi madre hacía maravillas con su sueldo. Siempre he tenido un libro nuevo en la mesilla de noche, y lo sigo teniendo. Ese lujo sigue estando conmigo.

De niña tampoco jugaba con muñecas aunque me las regalaban constantemente, y no era aficionada a nada que supusiera un esfuerzo físico, vamos, como ahora. Mi primer regalo estrella fue una cuchara de palo y a partir de ahi mi juego favorito era jugar a las casitas dándole un aire personalista: lo volvía negocio, es decir, jugaba a que tenía un restaurante. Incluso emitía facturas en su talonario correspondiente y cogía las comandas en libretas de camareros. Ahí se iba parte de mis no-ahorros, en comprar la papelería necesaria para jugar…otras compraban Barbies. Ni que decir tiene que mi tía, con santa paciencia, me enseñó lo que era el IVA cuando apareció en mi talonario de facturas, 9 años tenía yo. Pero por encima de todo mis «negocios», era puro holding lo mío, mi juego favorito era tener una Agencia de Viajes.

Al vivir a pie del Estrecho, con su viento de levante y su viento de poniente (así estoy de la cabeza), la banda sonora de mi infancia es la risa de las gaviotas, la sacudida de las sábanas tendidas y la bocina de los barcos que iban a Ceuta o a Tánger. Esta particularidad, que a mí me parecía normalísima, hacía que todo el Paseo Marítimo estuviera lleno de Agencias de Viajes.

Al principio cogía los folletos que ponían en la puerta sin pedir permiso, luego entraba y se los pedía por favor, siempre me los daban. Yo viajaba a través de los folletos, consultaba el atlas, me interesaba por lo que había en cada ciudad, elegía los hoteles, el régimen de comidas y por supuesto hacía presupuestos con salidas desde distintos aeropuertos.

Ahora veo Reels de Instagram para quitarme el «mono» de folleto y, cuando tengo tiempo, organizo viajes que dejo aparcados para cuando tenga tiempo, dinero o las dos cosas a la vez. Lo que es seguro es que ese anhelo al lujo no lo pierdo.

Y lo del espacio es un lujo que he descubierto con la edad, de niña tenía tanto espacio que mi madre sabía en que dormitorio estaba porque dejaba el triciclo en la puerta. Disponer de sitio suficiente para todo, no tener que mover tres cosas para llegar a donde se quiere, dejar el Tetris para los aficionados y no para colocar muebles, que quepan todos los libros, que no haya cosas por medio a la espera de «a ver donde lo pongo»…que una cosa es una casa real, vivida y no de revista y otra la expansión. Así que para consolar ese anhelo de lujo en metros cuadrados visitó portales de inmobiliarias por si algún día tengo suerte y encuentro el chollo de mi vida o la casa de mis sueños y que coincida con que me toque el Euromillones.

Está claro que Dios me hizo guapa y pobre para los estándares del lujo, pero también que me dio las armas para soñar y tener la ventana abierta a conseguirlo, desde pequeña. Y ahí sigo.

INSERT COIN

Creo que ya lo he contado alguna vez, pero igual no, y como la memoria es un don que Dios -en su infinita sabiduría- me va quitando, os lo voy a contar otra vez.

Cuando era pequeña en el baño de casa siempre había algo que leer, no había móviles, y solía ser una catálogo, una revista y a veces hasta un libro. Era muy común que estuviera el Selecciones (Selecciones del Reader’s Digest) y me aburría soberanamente salvo alguna pamplina. Hubo una vez que me llamó la atención uno de esas historias o testimonios o lo que fuera, no recuerdo muy bien como iba, yo debía de tener unos siete años, pero me leí aquella historia.

Contaba la ayuda que se puede dar a una persona en sus momentos más difíciles, sin heroicidades ni grandes aspavientos y aún menos con publicidad por hacerlo. Esta historia era sobre como ante la muerte de un familiar y la preparación del funeral (al estilo estadounidense), una de sus vecinas entró en la casa y le limpió los zapatos que iban a necesitar en el oficio a los padres y los niños que vivían a su lado. Un pequeño gesto que hace la vida más fácil.

Recuerdo que cuando murió mi abuelo, la vecina vino con una olla de caldo inmenso que había hecho para nosotros. Las pequeñas cosas a veces son las más grandes.

Con el mal de amores pasa más o menos lo mismo, no en vano hay quien llama a sus exparejas «mi difunto». Cuando una pareja rompe hay un duelo más o menos largo, una pena más o menos intensa y un instinto homicida más o menos acusado, va a depender mucho de la cantidad de carne que se haya puesto en el asador. No, no hablo de sexo esta vez. Así que también hay que acompañar y tener esos pequeños gestos que son necesarios para seguir.

A veces hay que acompañar escuchando las distintas teorías de los porqués, otras hay que insultar a dúo (no es lo suyo pero relaja), en ocasiones habrá que ponerse como las Grecas y volver dando cambayás y de costero a costero, y en otras habrá que hacer reír.

Como buena oreja del mundo que soy se me da bien escuchar. Pese al colegio de pago y el interés por educarme de mi madre, insulto de manera fluida, más que un C2 de insulto lo mío es nativo. Soy buena compañera de barra y brebajes con hielo y sobre todo, soy experta en decir tonterías.

Hace eones, porque ya hace eones que sé que me estás leyendo, llamé a una amiga que vivía perpleja su ruptura. Me hubiese gustado irme a buscarla, ponernos de grana y oro y volver cantando canciones de Marisol a gritos, pero ni ella ni yo estábamos disponibles para tamaña heroicidad, así que la llamé por teléfono y después de un rato de desahogo le dije: «¿ya? Ea, pues Game Over, ya se acabó la partida y ya sabes lo que viene ahora», pobre mía, en el lecho del dolor -así, sin exagerar ni nada…- me contestó «¿Qué?» Y le dije muy tranquila, como carne de recreativos que fui: «Insert Coin». Y conseguí que se riera.

Ella es animosa por naturaleza y difícil de vecencer y mucho menos de darse por vencida, así que sé que podrá y vendrán más historias y ojalá alguna sea el récord de la máquina y nadie la supere, pero mientras tanto vendrán más monedas y si hace falta buscamos cambio: Insert Coin, amiga.

La vida no es justa, ni fácil, pero lo importante es que siempre exista alguien que haga por ti esa pequeña cosa que te haga el dolor o la pena un poquito más fácil.

EMPATÍA

La empatía esa cualidad de ponerse en los zapatos del otro, de descalzar al de enfrente para saber lo que siente o qué había en su cabeza para tomar aquella decisión o qué latía en su corazón para dar aquel beso o no mirar atrás.

La empatía, la piedad, la comprensión era cualidades a las que se solía aspirar, que te enseñaban de niña, o al menos a mí me lo enseñaron: todo el mundo es igual de importante, nadie es más que nadie, y no se debe prejuzgar.

Fui una niña con suerte y quizás demasiado sentimental, eso me hace ser una mujer que se emociona hasta el ridículo y que no puede sentenciar categóricamente en temas del corazón, o del sexo, que no es lo mismo aunque a veces se confunda.

Mi trabajo nace de la emoción y del amor, es una especie de fusión entre Navidad, Disney y el BBVA y vivir rodeada de amor hace que mis emociones estén siempre a flor de piel. Imaginad: yo soy de la que llora en las bodas. Pero también soy la persona que conoce historias de amor, unas veces más fáciles que otras, historias de infancia recuperadas a la madurez, historias de valientes que se entregan uno a otro.

Ahora cuando intentas empatizar con el de enfrente suelen acusarte de tibio que por lo visto es algo trágico cuando a mi me parece la elegancia de la mesura, la inteligencia del término medio, la capacidad de no sentenciar sin todos los datos. Bien, debo ser una tibia, comprendo y acepto y si me resulta absolutamente imposible aceptar, al menos respeto. En temas de amor (y de sexo) el respeto tiene que ser la base de los protagonistas y de los que están alrededor.

Hoy en día hay historias de amor que hace cincuenta años serían imposibles, como por ejemplo la de las relaciones que nacen de internet. A la fecha en la que estamos y en nuestro lado del mundo, por ejemplo, es difícil encontrar matrimonios concertados, quiero decir con esto que las relaciones también evolucionan y no las hace mejores ni peores que las anteriores. Es justo evolucionar con ellas.

Vivir en el sur y tener una pareja en el norte no es tan complicado como hace sólo treinta años, las comunicaciones han avanzado muchísimo. Volver a encontrar el amor con alguien de tu mismo sexo después de haber roto una relación heterosexual ya no sorprende a nadie, divorciarse y volverlo a intentar una y otra vez con la emoción de la primera puede dejar algunos rasguños en el corazón, pero nadie va a etiquetar de promiscuo.

Por mucho que algunos vayan de dignos, a la hora de la verdad creo que todos somos bastante tolerantes en el tema de amores y lo va siendo en el tema del sexo. Hay unos límites, ojo, está claro, empatizar con un criminal no es la idea, ni que haya personas sufriendo, pero ¿no es acaso un privilegio ver como dos personas se hacen felices, se van enamorando y afianzan su amor? ¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que está bien o mal si se funden en uno y les llena de paz?

Y como lo que no está en los Simpson está en la Biblia, os dejo una cita que me acompaña este año:

«Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto». (Colosenses 3.14)

DE LO QUE NO HAY

No soy tan mayor para echar de menos tantas cosas. Igual sí que soy una señora de edad y por estas ausencias debería darme cuenta que tengo más años de los que me dice el espejo y muchísimos más de los que me promete mi legión de productos de cosmética.

No me refiero a las personas. Gracias a Dios provengo de una familia más bien longeva que hace que las ausencias sean emocionalmente inmensas, pero con pocos entierros. (Nota a nuevos lectores: aquí la Muerte se respeta pero no se teme)

Lo cierto, sin contabilizar calendarios usados, es que me faltan demasiadas cosas en mi día a día. Cosas abstractas y algunas materiales que son difíciles de encontrar y que cuando lo consigo, me siento más Indiana Jones que otra cosa.

Echo de menos la palabra dada, el apretón de manos, la mirada sincera. Hoy la primera opción es pensar que van a mentir, que te intentan engañar o que van a manipular las circunstancias para ganar siempre la partida. Si hablamos de política ahora a la mentira se le llama posverdad o cambiar de opinión. Y no pasa nada.

Echo de menos la cultura del esfuerzo, de premiar a quien lo ha dado todo y lo ha conseguido. La llamada cultura del esfuerzo tiene que tener las dos variantes: esforzarse y conseguirlo. Habrá quien se esfuerce y no lo consiga, por supuesto, y tendrá el mérito de haberlo intentado, pero parte de nuestra tragedia en la educación vino de las valoraciones individuales donde cualquier cosa se considera notable. Aquí podríamos enlazar con lo anterior y vemos como se engaña a criaturas diciéndoles que tienen una titulación que no es en realidad la que acompaña a sus conocimientos.

Echo de menos el respeto. No sé cómo se enseña y tampoco cómo se consigue. La famosa frase de que hay que ganárselo, bien, la acepto, pero no sé cómo se llega. No es tanto el hablar de usted, eso es anecdótico, es más ese conjunto de actitudes delante de una persona mayor, como cuando un padre regaña a un hijo y éste aún intentando defenderse sabe que debe callar. Es el no ir destrozando el mobiliario urbano, las obras de arte, el patrimonio ajeno…

Echo de menos la aceptación de responsabilidad. Los actos tienen consecuencias. Hay que ser consecuente con lo que se dice y se hace y si toca aguantar el chaparrón ante una equivocación pues no hay más, no se echa balones fuera, no se puede culpar siempre a otro. (No, no estoy hablando de Xavi Hernández, pero podría)

Echo de menos la ortografía, sí, lo siento, soy ese tipo de persona. La ortografía y la sed de conocimiento. Comprendo que hoy la información está tan a mano que parece imposible, no hay necesidad se memorizar, pero al menos conocer las bases para no ser carne de fake news...lo que antes se llamaba mentir como bellacos.

Echo de menos los modales en la mesa. Ahora vas a cualquier terraza, bar o restaurante y puedes ver como unos se descalzan, otros hablan con la boca llena, nadie usa la pala del pescado, sorben la sopa, los codos en la mesa o las manos en el regazo, la comida espurreada por el plato… Demasiadas cosas terribles para mi pobre corazón.

Echo de menos la elegancia, para ser elegante no hay que tener dinero, sólo hay que saber estar, y cosas tan sencillas como no hablar a gritos, no caminar como un caballo cartujano, como respetar el espacio ajeno, como ceder el asiento en el transporte a las personas mayores, como dar las gracias y pedir las cosas por favor, como dar los buenos días o las buenas tardes (según sea el caso) y ¡hasta las buenas noches!, como tratar correctamente a las personas a tu cargo, al personal de servicios…

Luego hay cosas menos importantes que también echo de menos: los veraneos (que no es lo mismo que las vacaciones), los teléfonos de rosca, las rodillas sin dolor, los tomates con sabor a tomate, forrar los libros del colegio, los hoteles de verdad, las Navidades de mucha familia, los zapateros remendones, mis hijas de bebé, los chicles Cheiw, las noches de fiesta con zapatos de tacón infinitos, la ausencia de insomnio, el tiempo libre, la inocencia… y esta lista sí que sería eterna y cuestión de edad, me temo.

DOMINGO

Los domingos son cadáveres, no, son agonía semanal que pide extrema unción para quien tiene alrededor. Muerte extensiva. Son orgasmos tempraneros que dejan demasiado tiempo libre. La alegría con retrovisor. La felicidad con cuentagotas.

El domingo une generaciones: después del arroz con cosas ya no hay más. Vacío. Tiempo inerte. Quieres hacer pero para qué, mañana hay que madrugar o no, pero es lunes y eso trastoca el ánimo. Habrá que ir al trabajo, al cole o a clase. Habrá que hacer cosas de diario, específicas, cosas que solo se pueden hacer entre semana. Cosas sórdidas.

De las tardes de domingo ya está todo dicho, no se puede ser original ni contarlo de manera diferente. La tarde de domingo es la espada de Damocles, es el último estertor, la despedida de la familia, el adiós a los amigos, el calor de un sofá que ya sólo será compañero por tiempo limitado.

Incluso cuando la semana puede empezar llena de buenas noticias y momentos deseados no importa, queda ese regusto a angustia, a comienzo sin ganas, a obligación y esta negritud se extiende como tinta de calamar, oscura, densa, y con afán de ensuciar.

Recuerdo domingos de transistor, de llegar a casa cansada, después de merendar en la calle, y aterrarme por si quedaban deberes por hacer. Domingos de preparar la mochila y el uniforme, de repasar el examen del lunes, de lavarse el pelo. Domingos de no cenes mucho que hemos comido demasiado. Tremendo.

Sólo los domingos vacacionales tienen otro perfil, pero personalmente también los odio. Es el domingo populoso, familiar hasta el extremo, lleno de hordas de humanos sedientos de playa, mar o montaña. Angustia de exceso vital. Yo, tan de la bulla, no soporto el domingo estival.

Comprendo, eh, comprendo que hay quien no tiene otra posibilidad, otro momento, y el domingo es su estampida al veraneo actual, de menos de veinticuatro horas, pero prefiero ser cartujano (miarma, pintor de loza) antes que sucumbir a dos atascos, quince vueltas para aparcar en un descampado a precio de oro y haber cargado con seis neveras, cuatro mesas, ocho sombrillas y toda la familia. Se me pone la piel de gallina sólo de pensarlo. Me estremezco.

Sólo hay dos domingos en el año que me dan paz. El Domingo de Ramos que es comienzo de semana de Pasión, de pasos en la calle, de flores, velas y gente llorando. Domingo con el que empiezan días de Gloria antes de que llegue la Resurrección porque como sabemos que acaba bien celebramos desde el primer momento. Y, por supuesto, el Domingo de Pentecostés, antesala de ese Lunes de Rocío con Ella por las arenas, el día más emocionante del año para mí.

Y hoy es domingo. Domingo de plancha, de limpieza, de cerveza apresurada, de comida para varios días, y en la tarde, miraré el reloj con pesadumbre, moviendo la cabeza con desagrado y sintiendo la punzada de la angustia, del paso inexcusable, del siguiente amanecer…no quisiera preocuparles, criaturas, pero mañana es lunes.